miércoles, 29 de julio de 2009

HISTORIA DEL QUE MURIÓ SOÑANDO

A Edgardo le gustaba mucho dormir. En el Mundo del Cementerio Perfecto, el castigo de los dioses para los perezosos es la muerte.
Así que una de esas tardes modorrosas de verano, una de esas en las que Edgardo dormía siestas de 8 o 9 horas, vino la hermanita de Morfeo y se lo llevó.
Edgardo tenía pocos recuerdos, porque gran parte de su vida había transcurrido en el reino donde no reinan precisamente los recuerdos, sino los sueños. Pero así y todo, con lo poco que había experimentado la vigilia, tenía con qué soñar variadito. Y así murió: soñando.
La vida es una sola, gracias al cielo, y quienes mueren estando despiertos simplemente continúan enfocados en esa misma vida una vez fallecidos. Los que, en cambio, mueren durante el sueño, abren la puerta infernal al mundo de los mil mundos: los territorios de la eterna confusión y de la desesperación sin fin, de las persecuciones en las que uno no puede voltear para ver quién –o qué- lo persigue, de los colores que se confunden con el blanco y el negro. El mundo de los sueños es uno, pero infinito, y quien muere estando en él, en él permanece.
Edgardo, que jamás recordó un sueño una vez despierto, entró a su nueva morada lleno de terror. Lo que veía le resultaba remotamente familiar -porque se alimentaba de sus recuerdos- pero totalmente antinatural: seres siniestros nacidos de sus miedos, juguetes de su niñez que cobraban vida para intentar destruirlo, miles de madres y padres suyos diciéndole cada uno algo diferente… Edgardo se sentía sólido, entero, y extremadamente vulnerable. Corrió sin pensarlo dos veces, y el suelo se iba cayendo mientras lo pisaba, y debajo había fuego, y cuando cayó el fuego se volvió hielo y resbaló, y se arrastró de espaldas por la ladera de una colina helada, y debajo había un lago… de fuego. Y mientras pasaba esto, otra parte de Edgardo vivía con intensidad un sueño erótico, y otra veía extraños dibujos animados en una televisión que se hinchaba y se encogía, como si respirase. El sueño del muerto no es secuencial, como el del vivo: para el muerto sucede todo a la vez, como en mil películas vistas en simultáneo. No hace falta decir que, en tanta variedad de situaciones, la conciencia se diluye hasta prácticamente desaparecer. Edgardo casi ya no era Edgardo, sino montones de fragmentos de lo que, todo junto, podría haberse llamado Edgardo-Muerto-pero-Soñando.
En el cementerio, la noche posterior al entierro, Edgardo no salió a la superficie. No podía hacerlo, porque estaría eternamente dormido, y soñando.
En los sueños no se duerme, ni se sufre el cansancio. La odisea de Edgardo sería tan larga como la duración de sus restos. ¿Alguien osará creer que el infierno y el mundo de los sueños son la misma cosa? De ninguna manera: en el infierno el sufrimiento es real; en el principado ixidoriano, en cambio, todo sucede en la mente. Edgardo, y todos los que corrieron y correrán su misma suerte, no sufrieron jamás: lo que les sucede es casi una experiencia ajena, pero sin serlo. Algo que un ser vivo ni siquiera puede imaginar, y mucho menos describir. Así que renuncio a este inútil relato mientras viva.

LA VISITA DE LA MUERTE

Las noches en que no se encuentra ocupada, la Muerte sale a pasear. Este hecho no ocurre con frecuencia: muchos mueren mientras duermen.
El sitio predilecto es el cementerio: allí, a veces, se encuentra con quienes ella misma desarraigó de la vida, y conversan animadamente: deja la guadaña a un lado, se sienta sobre una tumba y juntos recuerdan viejos tiempos.
Un muerto en particular, que se llamaba Raúl, salía de la tierra casi todos los días, en el momento único e ineludible –la medianoche-, y siempre que veía a la Muerte se acercaba para dialogar. Fue pasando el tiempo y ella se encariñó: Raúl le contó sobre su vida, sus amores y sus penas. En ocasiones lloró; pero cada vez, después de las lágrimas, volvía a su ataúd con una sonrisa pintada en lo que le quedaba de rostro.
Cierta noche, la Muerte se encontraba paseando sola por los llanos laberintos del cementerio. Caminaba lentamente: la capucha holgada sobre el cráneo seco, la guadaña al hombro. Respiraba tranquila el aire tenuemente infestado y admiraba el reflejo de la luna sobre las cruces de granito. De pronto, sin producir ningún sonido perceptible, alguien puso una mano sobre su hombro. Ella, que estaba distraída, se asustó mucho y procedió sin pensar, arrastrada por el instinto.
La hoja afilada surcó el aire oscuro. La Muerte se volvió y, entre las sombras polvorientas del suelo vislumbró apenas la cabeza de Raúl; más lejos yacía, plateado por la luz de la luna, el cuerpo.
Agitada por la conmoción, logró de todas maneras permanecer inmóvil, mirando los restos con tristeza. Hasta poco antes del amanecer se quedó allí. Durante esa noche, como si se hubiera ejecutado un maleficio, no apareció ningún otro muerto amigo.
Al final, colocó con ternura la cabeza donde se suponía que debía estar: el doblemente muerto Raúl volvió a estar completo, aunque ya nunca fue lo mismo. Si bien eternamente existente, era imposible que volviera a moverse, por lo que la Doncella de la Oscuridad ocultó su vergonzosa apariencia en una bolsa y lo llevó a su cementerio privado, poco conocido por el mundo, donde descansan para siempre los que han vuelto a morir. La Muerte vela en persona por ese lugar, pone flores en las tumbas y reza, y cada vez que lo hace derrama algunas lágrimas, porque sabe que, por las noches, esos muertos no saldrán a conversar con ella.

martes, 28 de julio de 2009

EL LIBRO DE LOS MUERTOS

Muchos dicen que el Libro de los Muertos, que existe desde siempre, puede ser hallado en el Primer Cementerio, enterrado junto al Primer Muerto. Otros dicen otras cosas, y la mayoría se equivoca. En efecto, el Primer Muerto fue quien tuvo el Libro en primer lugar, pero otras cosas pasaron después de eso.
En el Libro está el destino de cada muerto sobre la tierra, por los siglos de los siglos.
Por mucho tiempo nadie recordó dónde estaba el Primer Cementerio, por lo que el Primer Muerto, que estaba enterrado solo en ese lugar, apenas temía que el Libro le pudiera ser arrebatado. Grave sería que esto ocurriese, pensaba sin embargo, ya que sólo el Portador del Libro tiene garantizada la muerte eterna. Todos los demás, a la larga, se desintegran, pero el Portador mantendrá su identidad mientras posea el Libro de los Muertos.
Por las noches el Primer Muerto se sentaba sobre la tierra, cerca del lugar por donde aparecía y que solía ser su tumba: ya no quedaban indicios de la precaria lápida que la coronaba y nadie habría podido saber que allí estaba él enterrado. Cada noche leía una historia, nunca la misma, y jamás la propia. No se había atrevido a hacerlo, quizás porque le horrorizaba saber a ciencia cierta cómo terminaría. Si mi existencia fuera eterna, razonaba, este Libro sería infinito, y no lo es. Sabía que algún final le aguardaba, pero prefería no conocerlo. Conocer su destino hubiera implicado sufrirlo de antemano, y la larga experiencia del Primer Muerto le alcanzaba para saber que el sufrimiento debe evitarse a toda costa.
Los milenios pasaron, y llegó el día en que la humanidad descubrió la manera de encontrar la tumba del Primer Muerto, mediante artilugios mágico-tecnológicos que no vale la pena describir. Lo cierto es que un ser humano en particular, llamado Lisandro, arrebató una mañana el Libro de los Muertos al Primer Portador. Éste lo supo esa misma noche, cuando despertó, y con eso supo también su destino, ese que nunca había querido leer.
Lisandro, cuya profanación es abominable porque un vivo no debería poner sus manos sobre el Libro de los Muertos, guardó con celo su descubrimiento y no lo compartió con ninguno de sus conocidos. Creía saber lo que el Libro contenía, pero se equivocaba: suponía erróneamente que sus innumerables páginas describían la verdad sobre el Más Allá. Cuando comenzó a leerlo sufrió una gran decepción: sólo había relatos sobre vidas después de la muerte de diferentes personas, pero nada sobre el Paraíso eterno o los rigores del Infierno. Si bien la confirmación de la continuidad de la existencia representaba un cierto alivio, no era nada comparado con lo que había esperado encontrar después de semejante odisea –porque el camino hacia el Primer Cementerio había sido tortuoso-.
Superada la desilusión de ese día, Lisandro se dio cuenta de que en verdad el Libro de los Muertos era extremadamente valioso. En primer lugar buscó la historia de su abuelo, recientemente fallecido, y supo que cada noche salía de su tumba para cortejar a una anciana de un mausoleo de alcurnia. Luego la de sus padres, y conoció lleno de angustia el día en que comenzarían su existencia en el otro mundo y qué horrible destino les esperaba.
Aborreciendo el momento en que había decidido ir a buscar el maldito Libro, pero temeroso de que alguien más pudiera descubrirlo, decidió ocultarlo de la mejor manera que pudo: en la caja fuerte de un banco privado.
A partir de entonces, y a diferencia del Primer Muerto, que había elegido sabia y serenamente la ignorancia, la idea de que la fecha de su muerte, y peor aún, los avatares de su existencia post-mortem hasta el final de los finales, estuvieran desde siempre escritos, lo atormentó cada día con mayor intensidad. La vida, a la larga, se le hizo insoportable y, presa de una desesperación que le arrebató toda sensatez, decidió quemar el Libro de los Muertos. Cualquiera hubiera sabido que lo que está Escrito no puede borrarse, ni siquiera por medio del fuego.
Una noche agobiante, solo en el patio trasero de su casa, Lisandro roció el Libro con querosene y lanzó el fósforo fatal. El Libro no ardió, pero sí Lisandro, y desde adentro. Ardió con un fuego impuro: lo que se prendió en su interior fue el pasto seco de la profanación, y las cenizas que quedaron ensuciaron la tierra. Allí no creció nada nunca más.
El Libro, eventualmente, llegó a manos de alguien más sabio, que lo llevó consigo hasta la tumba. Así el Orden de las Cosas quedó restablecido, y todo lo que el Libro predecía se hizo realidad.
Vale la pena recordarlo, para la vida: lo que está Escrito no puede borrarse.

EL DÍA DE LOS MUERTOS

El cuidador del cementerio de Luján siempre iba a dormir a su casa. La noche del 2 de diciembre, sin embargo, tuvo que quedarse a hacer guardia porque era el Día de los Muertos, una ocasión especialmente tentadora para los perversos profanadores de tumbas.
Unos minutos antes de la medianoche escuchó ruidos. Lo que suponía, pensó. Corrió, matando la oscuridad con una linterna, hacia el centro del cementerio: desde allí provenían los gritos y las carcajadas. A mitad de camino encontró una tumba abierta, paró para revisarla y se dio cuenta de que el muerto había sido robado. Maldito seas, maldito ladrón, murmuró. Siguió, caminando más lentamente a cada paso, abrumado por la cantidad de sepulcros profanados. Cómo puede ser, se dijo, si hace unas horas estaba todo prolijo. Esto tiene que ser obra de una banda, o de una patota.
Acobardado, dejó de avanzar y hasta pensó en volver a su garita. Después de debatirse durante unos pocos segundos, juntó coraje y decidió seguir, pero no pudo dar ni un paso porque, desde detrás de un mausoleo, le salió al encuentro una sombra con un bonete en la cabeza.
-¡Sorpresa!- gruñó la cosa. Al bañarla con la luz de su linterna, el cuidador vio que era un cadáver, y sintió mucho frío. Detrás del primero apareció otro, agitando una matraca y tocando un pito.
-¡Feliz Día de los Muertos! ¡Feliz Día de los Muertos!- cantaba un esqueleto, mientras se acercaba a los otros.
Poco tiempo después el cuidador se vio en medio de una masa de carne podrida que se comprimía cada vez más. Murió asfixiado, y no pudo unirse a la fiesta porque ya había pasado la medianoche. Tendría que esperar un año hasta el siguiente Día de los Muertos.

domingo, 26 de julio de 2009

Las Leyes del Cementerio

INTRODUCCIÓN CASI CIERTA

Debo la conclusión de este Tratado a la insistencia de mi amigo Fede (Q.E.P.D.) quien gustó de las primeras historias y me incentivó (no monetariamente) a continuarlas bajo el mismo concepto. También debo reconocer que gran parte de la inspiración me la dieron mis frecuentes visitas a cementerios de todos los lugares que conocí en todas las partes del mundo a las que pude ir, y a quienes me acompañaron en ellas: Ger (Q. E.P.D.), Rhonda (R.I.P. porque era “americana”), Tin CST (Q. E. P. D.), Fabi (Q.E.P.D.), Fede (ya dije que Q.E.P.D.) y mi madre (Q.E.P.D.).
Y a todos los demás (Q.E.P.D.), gracias por su apoyo permanente, hasta la muerte.

Marcelo Feijóo (Q.E.P.D.), desde algún cementerio, Agosto de 2007


INTRODUCCIÓN CIERTA

No, en serio: cuando me muera quiero que me quemen (igual que a Zorrito, a ver si lo terminan queriendo igual que yo) y el olvido eterno.
PRÓLOGO
LA PRIMERA ESPECIE (a la sombra de Lovecraft)
Todos los cementerios están donde están por alguna razón. No son triviales la elección del terreno, la amplitud y ni siquiera la duración del lugar en ese sitio. Ciertos motivos que tienen que ver con el espacio y el tiempo (y con aquello otro que ni siquiera sabemos nombrar), gran parte de ellos incomprensibles para el ser humano, siembran la amarga semilla de cada metrópolis de la muerte. Cabe aclarar que los difuntos van a parar al cementerio más cercano por mero accidente, o mejor, por la conveniencia de sus familiares vivos, para los cuales es más cómodo, por ejemplo, llevar una cala a Vicente López que a Balikpapan (Borneo); sin embargo, esto no interesa en el esquema general: un muerto es un muerto, aquí tanto como en Estonia, y sólo es importante el hecho de que en un cementerio haya muertos. Quiénes son… ¿a quién le importa? Hay pocos casos en los cuales se puede discernir un motivo comprensible (aunque en el mismo caso haya otros cien motivos que se nos escapan) por el que un camposanto está en determinado lugar. Un ejemplo cercano es el del cementerio de La Chacarita, Buenos Aires. En el principio de los tiempos, cuando apenas estaba naciendo nuestro Sol, una raza alienígena dominaba el Universo. Como todas las razas ancestrales, estos monstruos eran extraordinariamente grandes, muchos de ellos del tamaño de una ciudad moderna. Sus cuerpos estaban, de acuerdo al juicio humano, horriblemente deformados, y la fetidez espantosa que despedían había llenado por completo todos los intersticios del espacio. Incluso los dioses se asqueaban al verlos, y ninguno de ellos asumía la responsabilidad de haber creado semejantes atrocidades. Cada criatura era diferente de las demás: algunas tenían la piel verdosa y atiborrada de gusanos pudriéndose; otras eran blandas y estaban llenas de líquidos viscosos, que fluían a través de sus cientos de orificios. Las más perversas tenían ojos ardientes y millones de tentáculos, y sus gritos podían oírse en todos los planos. Los seres monstruosos vivían en grupos, y dado que aún no se había creado la tierra firme, se amontonaban en masas pegajosas cerca de las estrellas jóvenes. Estos aglomerados llegaban a medir miles de kilómetros de diámetro, y en cada uno de ellos vivían millones de criaturas de diferentes tamaños y poderes. El amontonamiento no era caprichoso: como todas las leyes naturales, tenía un fin bien determinado. Al haber caído en la desgracia de ser la primera creación viviente en el universo, los monstruos no tenían más alimento que ellos mismos, es decir que además de todas sus otras horrorosas costumbres, eran caníbales. El hecho de mantenerse unidos les permitía alimentarse… los unos a los otros. Los más débiles siempre intentaban huir, pero la cantidad de monstruos en cada cúmulo era tan grande, que cualquier intento de escape era rebatido por la imberbe ley de gravedad. Así fue como la raza madre sobrevivió durante algunos miles de millones de años, devorándose a sí misma. Lentamente, sin que las todavía bastante tontas bestias se dieran cuenta, los excrementos (producto de la poco católica digestión de estos bichos) fueron acumulándose a su alrededor, cual placenta que encierra a su feto. Seguían devorándose sin prestar atención a la prisión sólida que cada vez dificultaba más sus movimientos. Sin contradecir siquiera a las menos arriesgadas previsiones, los sobrevivientes de la Primer Especie terminaron enterrados en sus propias heces, y cuando les fue imposible moverse más, dejaron de alimentarse. Y, en contra de cualquier previsión, ninguno de ellos murió. ¡Vaya imbéciles! ¡No se daban cuenta de que la gula los obligaba a comer, pero que ésta no era una necesidad esencial de su raza! ¡Ay, hasta dónde pueden conducirnos los vanos placeres!Las estrellas de la galaxia crecieron, y el caudal de calor secó la humedad de los excrementos, convirtiéndolos de a poco en tierra inodora. Los siglos permitieron que las sustancias disueltas en el orín sedimentaran y formaran el lecho marino; sólo la sal no pudo separarse del agua, y así fue que se formaron los océanos. El resto ya lo conocemos. Las terribles monstruosidades todavía están encerradas en la tierra y en las profundidades del mar. Algunas están más cerca de la superficie que otras, y son las más peligrosas. La bestia Nanuk yace a veinte metros debajo del cementerio de La Chacarita. Su espíritu habló con el de los primeros habitantes de la ciudad, para que fundaran sobre su cuerpo yaciente el conocido camposanto. Nanuk es un enorme arácnido negro, de patas blandas y caparazón cartilaginoso. En la superficie de ese caparazón hay cien ojos siempre abiertos, y debajo de la cubierta inferior hay cien bocas chorreantes. Muchos ríos subterráneos no son más que su saliva que fluye a la deriva. Nanuk, como todos los demás de su raza, tiene una estrategia: cada vez que se entierra un muerto, se remueve el terreno y éste queda menos firme. Con las miles de tumbas que ya se han construido, y con las otras miles que aún no existen, la tierra quedará tan floja que, un día, el monstruo podrá contra ella y subirá hasta la intemperie. Ese día fatal será el último, porque Nanuk tiene poderes espantosos. Su primer acto consistirá en devorar a todos los cadáveres que le permitieron resurgir. Después de eso, el aliento de sus cien bocas será tan fétido que con una sola exhalación podrá ahogar ciudades enteras. Sus gritos abrumadores harán estallar millones de cerebros, y sus patas pegajosas atraparán a los que pretendan alejarse. Nanuk no terminará con el mundo él solo; a su paso, los demás monstruos enterrados seguirán el mismo plan, y todos se unirán a la gran masacre. Los terremotos producidos por sus pasos gigantescos liberarán incluso a los que yacen bajo el lecho marino, y cuando la Gran Yessi emerja victoriosa desde el fondo de la Bahía de Samborombón, el Hombre sabrá que no quedan esperanzas, pues Ella es la más grande de todos los Seres. Mientras pasan los años y se acerca Ese Día, Nanuk saborea los licores podridos que drenan desde los muertos enterrados sobre él, un refrigerio macabro que anticipa la gran comilona del Apocalipsis.