miércoles, 29 de julio de 2009

LA VISITA DE LA MUERTE

Las noches en que no se encuentra ocupada, la Muerte sale a pasear. Este hecho no ocurre con frecuencia: muchos mueren mientras duermen.
El sitio predilecto es el cementerio: allí, a veces, se encuentra con quienes ella misma desarraigó de la vida, y conversan animadamente: deja la guadaña a un lado, se sienta sobre una tumba y juntos recuerdan viejos tiempos.
Un muerto en particular, que se llamaba Raúl, salía de la tierra casi todos los días, en el momento único e ineludible –la medianoche-, y siempre que veía a la Muerte se acercaba para dialogar. Fue pasando el tiempo y ella se encariñó: Raúl le contó sobre su vida, sus amores y sus penas. En ocasiones lloró; pero cada vez, después de las lágrimas, volvía a su ataúd con una sonrisa pintada en lo que le quedaba de rostro.
Cierta noche, la Muerte se encontraba paseando sola por los llanos laberintos del cementerio. Caminaba lentamente: la capucha holgada sobre el cráneo seco, la guadaña al hombro. Respiraba tranquila el aire tenuemente infestado y admiraba el reflejo de la luna sobre las cruces de granito. De pronto, sin producir ningún sonido perceptible, alguien puso una mano sobre su hombro. Ella, que estaba distraída, se asustó mucho y procedió sin pensar, arrastrada por el instinto.
La hoja afilada surcó el aire oscuro. La Muerte se volvió y, entre las sombras polvorientas del suelo vislumbró apenas la cabeza de Raúl; más lejos yacía, plateado por la luz de la luna, el cuerpo.
Agitada por la conmoción, logró de todas maneras permanecer inmóvil, mirando los restos con tristeza. Hasta poco antes del amanecer se quedó allí. Durante esa noche, como si se hubiera ejecutado un maleficio, no apareció ningún otro muerto amigo.
Al final, colocó con ternura la cabeza donde se suponía que debía estar: el doblemente muerto Raúl volvió a estar completo, aunque ya nunca fue lo mismo. Si bien eternamente existente, era imposible que volviera a moverse, por lo que la Doncella de la Oscuridad ocultó su vergonzosa apariencia en una bolsa y lo llevó a su cementerio privado, poco conocido por el mundo, donde descansan para siempre los que han vuelto a morir. La Muerte vela en persona por ese lugar, pone flores en las tumbas y reza, y cada vez que lo hace derrama algunas lágrimas, porque sabe que, por las noches, esos muertos no saldrán a conversar con ella.

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