domingo, 4 de octubre de 2009

EPÍLOGO: EL DESPERTAR DE NANUK Y EL FIN DE LA HUMANIDAD

Como había sido profetizado en el Prólogo –nadie diga que no se le avisó-, llegó el día en que la cantidad de muertos enterrados en La Chacarita fue tan grande que el suelo se aflojó lo suficiente para que la gran bestia Nanuk lograra abrirse paso hasta la superficie.
Olvidadas ya todas las reglas, porque éste era el Día del Apocalipsis, los muertos despertaron debido al estrépito que producía la aproximación del monstruo. Nanuk se acercaba gritando, y el ruido era profundo y chillón a la vez, ominoso y profano, y el cerebro de quienes lo escuchaban –vivos o muertos- hervía y estallaba en grandes trozos.
Los muertos de La Chacarita, con o sin cerebro a estas alturas, hicieron lo posible por salir rápidamente de los ataúdes y de subir a la intemperie, para al menos alejarse y demorar lo que, ya sabían, sería el final de todo lo que había sobre la Tierra. Pero las patas del Gran Arácnido eran largas y veloces, y aunque su pestilente cuerpo aún no había alcanzado el mundo exterior, con facilidad las extendía para localizar y rebanar los cuerpos que intentaban huir y que, presas de la fatalidad, no podían lograrlo. A su paso, Nanuk devoraba con placer morboso los trozos de carne muerta, saboreando la podredumbre sazonada con la perversa ingratitud de quien destruye a quienes hicieron posible su regreso.
Una vez fuera, sobre el terreno de La Chacarita ya vacía de muertos, porque se los había comido a todos, Nanuk gritó su anuncio triunfal: la Humanidad está perdida. Nadie entendió lo que decía: el idioma de Nanuk era arcaico y jamás se había hablado entre los hombres. Pero todos supieron lo que estaba diciendo cuando sus cerebros comenzaron a hervir y a estallar. Cada nuevo muerto era alimento para Nanuk.
Finalmente, y como consecuencia de tan diabólica comilona, Nanuk lanzó un poderoso eructo lleno de vapores letales, y la pestilencia pudrió la piel y los pulmones de quienes aún vivían en la ya casi desierta ciudad de Buenos Aires.
Sucesos similares terminaron con el resto de las ciudades del mundo. El Apocalipsis se prolongó por apenas unos minutos gracias a la pasmosa eficiencia de los miembros de la Primera Especie, quienes habían tenido milenios para despertar de su innata estupidez y para preparar su estrategia.
El mundo, que al principio había sido Ellos mismos, volvió a Sus manos, y así culmina la insensata aventura de la raza humana.
Quizás en alguna otra Historia se nos conceda una nueva oportunidad.

SUEÑOS DE ULTRATUMBA

Durante el día, presos en sus ataúdes, los muertos sueñan, y esos sueños son sus Paraísos, o sus Infiernos…

I
El perrito que cuidó hasta la muerte, el de las manchitas color negro y ocre,
el cuzquito endeble que murió en sus brazos,
y que fue amargamente llorado.
Ese perrito, luz de los ojos de sus hijos, que todavía viven,
le muerde los pies y le arranca pedazos de carne muerta.
Sin poder apartarlo, porque no puede moverse,
El muerto sufre una doble agonía:
la del dolor insoportable de las heridas que no cicatrizan
y la de la traición absurda que sólo es posible en los sueños.

II
El perfume de las flores embriaga sus sentidos
y se pierde en una inmensidad de colores.
Las flores que los parientes traen a su tumba
son, en sus sueños, su mejor compañía.
Nadando en mares de pétalos de rosa,
derivando por los cielos tapizados de gladiolos,
a punto de asfixiarse por la intensa fragancia
de jazmines recién cortados,
la muerta ejerce sus sentidos
como nunca pudo hacerlo en su insípida vida.

III
¿Qué sueña el muerto
que nunca soñó más que pesadillas?
Sueña una y otra vez
las pesadillas de su vida.
Muerte impredecible en vida
y tan clara en la muerte,
Muerte cruel que persevera en los castigos…
Muerte justa, que castiga porque sabe.
Los paisajes son oscuros, corre la sangre a raudales
el terror es la conciencia
de que esa sangre es la propia.
Y la beben, a lo lejos,
los demonios de los sueños de los muertos.

IV
La niña muerta no sabe bien
qué es lo que ve en sus sueños.
Ve lo que sólo los grandes ven en la vida
y que ella debe ver,
aunque sea en sueños, aunque sea muerta.
Ve cómo hubiera sido el placer, el hombre.
Ve cómo hubiera sido madre.
Ve su propia muerte rodeada de la familia
que nunca tendrá.

LAS FLORES MÁS LINDAS

Como ocurre en el mundo de los vivos, el cementerio se convierte muchas veces en escenario de ostentación y lujo. Dado que los muertos no tienen forma de adquirir nuevas prendas de vestir ni de someterse a peinados deslumbrantes, la jerarquía social la establece la calidad de las flores que cada uno recibe de los vivos que los recuerdan y visitan durante el día.
La mayor parte de los difuntos comienza su vida de muerto con los mayores honores, ya que la cantidad y calidad de las flores, coronas y demás accesorios que quedan sobre la tumba durante la noche posterior al entierro les permite adornarse de manera exquisita y soberbia. Claro que todo el glamour desaparece al día siguiente, cuando el cuidador del cementerio retira los restos de los ornamentos mortuorios. Pero, como dicen los primerizos, ¿quién te quita lo floreado?
Las flores más cotizadas entre los muertos no son necesariamente las que resultan más caras en el mundo de los vivos. De hecho, el tamaño, además de la cantidad, es el atributo más importante.
Es claro que las damas y los caballeros más encumbrados de la pasarela de la muerte lucirán, por ejemplo, coquetos ramilletes de calas y girasoles. También son altamente codiciadas la flor de loto, el gladiolo y el lirio de campo.
Los de la que podríamos llamar “clase media”, los más numerosos del espectro, llevan sin ostentar claveles, rosas y jazmines. Nadie les presta mucha atención, si bien tampoco son rechazados como parias.
Quienes sólo reciben flores diminutas, como violetas, lavanda, diente de león o coronita de novia, prefieren ocultarlas rápidamente antes de que alguien las vea, y ni se les ocurre utilizarlas. Sería una vergüenza pasearse con semejantes nimiedades por entre los portadores de flores más decentes. Así, antes de someterse a la humillación pública –porque el muerto puede ser muy, muy cruel en lo que toca a la moda- prefieren permanecer inmóviles junto a sus tumbas, y presenciar desde lejos el show de vivos colores de quienes fueron bendecidos con muchas y enormes flores.
Como en la vida, el muerto viejo es el más desafortunado. Como todos sus familiares, con el tiempo, perecen, va quedando poca gente, y a la larga nadie, que le traiga flores. Quienes en sus primeras épocas pudieron haber brillado por la belleza de sus tocados van apagándose de a poco, hasta llegar a ser, al final, meros espectadores del esplendor ajeno.
Se dice que una vez, hace mucho tiempo, una dama de extrema dignidad se paseó por su cementerio usando como sombrero un ejemplar de rafflesia, la flor más grande y más pestilente del mundo. Ese día la nombraron Reina Muerta de la Elegancia, y su fama, cierta o no, perdura hasta nuestros días.

EL MUERTO INSOMNE

Adolfo Funes, el eminente historiador del siglo pasado, murió en soledad y agobiado por el peso de muchos años inútiles de vejez vacía de sentido. Memorioso como pocos, había logrado establecer un sistema para la concepción de la Historia que muchos admiraron, y que se basaba en las interrelaciones de distintos períodos del pasado con el devenir actual de los acontecimientos. Como lograba pensar en todos los hechos al mismo tiempo, su capacidad de análisis era asombrosa. Luego, cuando la jubilación y la ceguera le cayeron encima, dejó de ejercer su profesión y fue cayendo de a poco en el olvido. Su memoria, extrañamente, no sufrió alteraciones con el paso de los años, y hasta el último instante fue capaz de recordar incluso la primera palabra que había pronunciado: mamá.
No puede decirse, como de casi todos los demás muertos, que Adolfo haya despertado la noche siguiente a su entierro. El hecho es que nunca perdió la conciencia. Murió, claro, pero en su caso la muerte fue más un quiebre que un final.
El caso de Adolfo es casi único, y se podría explicar por la extraña contextura de su mente: la tremenda cantidad de conexiones neuronales, que en vida le habían convertido en un prodigio, ahora se resistían a dejar de funcionar y lo mantenían en una vigilia perpetua.
Adolfo, un instante después de morir, sabía que había muerto pero que su destino era diferente al de los demás. Plenamente despierto pero sin poder moverse, dentro de su cuerpo inerte el espíritu se agitaba con creciente desesperación. ¿Iba a permanecer en ese estado para siempre? La respuesta, como él bien sabía, era que sí. Mientras su cuerpo no terminase de descomponerse, Adolfo no tendría reposo.
Como todos los muertos, por las noches era libre de vagar por el cementerio y de entretenerse con los demás. Pero a la hora de volver al cajón, Adolfo no podía dormirse. Presa de un encierro involuntario e incapaz de moverse durante el día, el desafortunado muerto insomne pasó sus horas de vigilia como un paralítico en su lecho: totalmente inmóvil, sin poder siquiera ver a su alrededor –y no sólo por la oscuridad de la tumba, sino porque sus ojos, como el resto de su cuerpo, no funcionaban durante el día; sólo su mente permanecía activa-, y ocupado en la única actividad posible: la memoria. Minuciosamente, con toda la intención y el esfuerzo de que era capaz, se dedicó a reproducir, instante a instante, cada momento de su vida anterior. Con esto logró mantenerse ocupado durante años, y la desesperación del aburrimiento inevitable no pudo con él.
Así, Adolfo finalmente alcanzó la paz, reviviendo su vida de vivo durante el día, y viviendo su vida de muerto por las noches. Para cuando su cuerpo muerto ya no pudo sostenerse por más tiempo, había vuelto a vivirse por completo, y su esencia desapareció con absoluta serenidad.

LA HUMILLACIÓN DE LA NOBLEZA

En el cementerio de Luján existe un mausoleo en el cual moran los muertos de la Sociedad Italiana de San Marcos. Se trata de la construcción más soberbia del lugar, y se yergue majestuosa frente a los humildes sepulcros rastreros y a algún que otro monumento de menor envergadura. La construcción sigue el estilo románico, aunque lamentablemente manchado por la creatividad modernista de los arquitectos del siglo pasado.
El mausoleo alberga cerca de dos mil cuerpos, repartidos en partes iguales en tres niveles: planta baja, piso superior y subsuelo. Todos ocupan sendos nichos que, dada la magnitud del sitio y el costo de su mantenimiento, siempre se encuentran en impecables condiciones de cuidado, llenos de flores naturales y limpios a espejo, porque quienes pueden depositar a sus muertos allí suelen poseer grandes fortunas.
Llegó un día en que comenzó a llover. La tormenta fue tan intensa, y duró tantos días, que los ríos rebalsaron y se produjo una inundación de magnitud respetable. Durante casi todo un día, el terreno del cementerio estuvo anegado con veinte centímetros de agua. Afortunadamente, para esa noche el agua había drenado casi por completo, y los muertos del exterior pudieron levantarse como siempre. Si bien la humedad se volvía molesta ante el fresco de la madrugada, una vez secos por la intemperie recobraron su ánimo habitual.
El problema se vivió con mayor intensidad en el subsuelo de la Sociedad Italiana, que al encontrarse por debajo del nivel del resto del cementerio, no llegó a vaciarse del agua de la inundación para la medianoche. Un buzo con la valentía suficiente como para adentrarse en semejante lugar durante tan oscuras horas, habría presenciado un espectáculo notable: porque además de haberse llenado por completo de agua, el tranquilo pero constante ímpetu de la inundación había removido muchas tapas de nichos, las más antiguas y flojas, y había empujado los ataúdes hacia afuera, donde se los podría haber visto flotando y derivando por todo el recinto, liberando, cual calamar su tinta, los líquidos de descomposición de su contenido.
Cuando llegó el momento de levantarse y andar, como bien dijo el profeta, los muertos se vieron en medio de una incómoda y ciertamente cómica situación. Al salir de sus incontinentes prisiones vieron que todos flotaban cual ingrávidos en el nuevo escenario con que el destino los había condicionado. También sabían, pues todo muerto conoce la ley, que ningún difunto puede cambiar de medio por su propia voluntad: quien despierta en la tierra, en la tierra se queda. Quien despierta en el agua, etc.
Condenados a pasar una noche digna del ahogado más ridículo, porque ni siquiera podían asomarse por el espacio que comunica con la planta baja a tomar algo de aire, se resignaron a mirarse flotar los unos a los otros. A pesar de la gracia que les causaba la impotencia de los demás, reflejada en movimientos torpes y más lentos que de costumbre, nadie podía reírse porque todos se sabían en la misma situación. Algunos intentaban acomodar camisas o polleras para que no dejaran al descubierto partes del cuerpo que preferían mantener ocultas. Otros se acercaban tanto como podían al hueco de la escalera, mirando hacia afuera, pero sólo para ser vistos por los de la planta baja y así convertirse en objeto de burlas y dedos que señalaban con absoluta impunidad.
Al final, cansados de tratar de sobreponerse a la estúpida situación, muchos se volvieron a encerrar en sus cajones, y otros, abandonando toda compostura, se dejaron flotar libremente contra el techo, hacia donde los empujaba el aire y los gases acumulado en distintos órganos descompuestos.
Antes de que terminara la noche, el agua bajó casi hasta el ras del suelo. Entonces los pocos que quedaban afuera se levantaron del suelo, se sacudieron un poco el agua, volvieron a colocar los ataúdes en los nichos y se metieron en ellos, con el ánimo sumamente turbado. Si hay algo que molesta al muerto, sobre todo al antiguo y más aún al noble, es verse envuelto en situaciones risibles de las que no puede escapar.
La amargura duró varios días. La memoria lúcida es uno de los tantos castigos de la carne muerta, y la vergüenza es particularmente difícil de olvidar en cualquiera de las vidas y de las muertes.

¡TERREMOTO, TERREMOTO!

No existe peor desgracia para los habitantes de un cementerio que la abrupta sacudida de un terremoto. Uno de los más tristemente recordados ocurrió en Sierrita San Marcos en los albores del pasado siglo XX.
El cementerio de Sierrita era pequeño y humilde. No existían lápidas de mármol, ni siquiera de ladrillos: todas las tumbas yacían coronadas con cruces de madera improvisadas, dos pedazos de corteza de árbol clavadas uno al otro por los propios familiares, muchas veces careciendo de la rectitud angular que demanda una correcta cruz cristiana. Incluso en algunos casos, dada la completa ignorancia de algunos de los pueblerinos, en lugar de cruces se disponían dos o tres maderos azarosamente ordenados en la cabecera del sepulcro, vaya a saber uno obedeciendo a qué misteriosas razones. En circunstancias como esa, es claro que no puede pretenderse el mejor de los cuidados para los difuntos: nada de tierra adecuadamente apisonada, nada de ataúdes herméticamente cerrados. Los muertos eran arrojados al pozo, cubiertos de la tierra seca mezclada con pasto y bosta, y dejados a la buena de Dios. Así y todo, por las noches todos despertaban puntualmente y emergían al aire libre hasta con alegría, porque en una situación de entierro tan precaria, les resultaba fácil por demás remover la tierra y subir hasta la superficie.
El día en que ocurrió el terremoto más terrible de la historia de Sierrita, los vecinos del pueblo presintieron la catástrofe. El cielo, plomizo, pesado sobre los hombros por lo exageradamente inmóvil, amenazante por la apariencia de inusual cercanía, daba la pista de que la Naturaleza estaba preparando algo terrible.
Y así fue. A las cinco en punto de la tarde, cuando todos los vivos se encontraban celebrando la tradicional toma de té campestre, y mientras todos los muertos dormían su inevitable sueño, el suelo se quebró en mil pedazos que temblaban con violencia diabólica bajo los pies del pueblo entero. Como el té se celebraba normalmente al aire libre, casi nadie murió aplastado por las paredes que se derrumbaban en las casas, desparramando reboque y trozos de ladrillos hacia todos lados. Lo cierto es que, luego del incidente, el pueblo debió ser evacuado porque no quedó construcción alguna en pie.
Los únicos moradores de Sierrita pasaron a ser, entonces, los muertos. Pero el terremoto también había hecho estragos en el cementerio. Vano es mencionar que ninguna cruz quedó en pie, ni ninguno de los palitos azarosamente ordenados. Pero eso no representa nada, en comparación con lo que ocurrió debajo.
El tremendo movimiento de los cimientos del suelo, sumado a la generalizada precariedad de los sitios de entierro, hizo que los desafortunados muertos se desordenaran de una manera, perdóneseme el atrevimiento, casi ridícula. El temblor no sólo los llevó hasta una profundidad casi abismal, sino que además dejó a muchos cabeza abajo, o despatarrados, o enredados entre sí por los brazos o las piernas. Pero lo más singular, y lo menos cómico, fue que se produjo una enorme dispersión de los cuerpos, y muchos de ellos quedaron fuera del perímetro del cementerio. Es sabido que quienes sufren ese destino no pueden volver a despertar por las noches, lo que es lo mismo que decir que quedaron condenados a la eterna oscuridad.
Peor suerte corrieron los que sí pudieron despertar la noche posterior a la catástrofe. Basta comparar, para hacerse una idea, con aquél caso en que el jinete se perdió en medio del desierto, relatado de manera inmejorable por el escritor: sin saber hacia dónde ir, el jinete recorrió en vano vastas extensiones bajo el castigo del sol, hasta que el calor y la sed pudieron con él. En el caso de los muertos, la situación era aún peor porque ni siquiera tenían al sol, que al menos podría haberles indicado la posición de los puntos cardinales. Cuando despertaron, creyendo que la superficie estaba, como siempre, arriba de ellos, comenzaron a remover tierra a lo loco, sólo para darse cuenta de que no estaban llegando a ningún lado.
La mayoría, de tanto avanzar, terminó saliendo de los límites del terreno y pereciendo definitivamente al instante. Uno, que había quedado mirando exactamente hacia abajo, escarbó y escarbó, y esa noche no llegó a ningún lado, pero a la siguiente continuó, y continuó durante semanas hasta que se acercó tan peligrosamente al centro de la tierra, que se fue asando de a poco hasta el final, y desapareció del mundo de la conciencia creyendo que había llegado al infierno.
Algunos alcanzaron la superficie del cementerio, la encontraron devastada y emprendieron la reconstrucción. Los muertos también pueden trabajar, si se trata de mejorar las condiciones de su hábitat. En pocos días la tierra estuvo nuevamente alisada y las cruces clavadas en sus lugares, incluso las de todos los que nunca volverían a levantarse. Lo hicieron por respeto a los compañeros perdidos.
Afuera, los restos del pueblo en ruinas contrastaron, de ahí en más, con la pulcritud del humilde cementerio. Cualquier viajero ocasional hubiera seguramente supuesto que allí pasaba algo raro.

ENFERMEDAD EXÓTICA

Así de común como parece, la lepra es considerada por los expertos en tanatología como una de las enfermedades exóticas. Semejante ominosa denominación debe su existencia al hecho poco frecuente de que se prolongue después de la defunción del portador de la misma, sufriendo en el paso de una instancia a la siguiente modificaciones funcionales dignas de ser mencionadas.
Nada mejor para ilustrar el comportamiento de tan interesante y perseverante patología que un ejemplo práctico registrado en aquellas edades de la Humanidad cuando la lepra era moneda corriente, esto es, en la Oscura Edad Media.
Consérvase por escrito (papírico monacal) la historia de Segismundo, monje agustino tocado por la nauseabunda mano de la pestilente enfermedad.
Al momento de la muerte en aislamiento sufrida por el desdichado, una abundante cantidad de trozos de carne putrefacta decoraban el suelo de su celda, a la que ya nadie accedía. Desde hacía meses que ya casi sumaban varios años, los fieles pero distantes compañeros de monasterio sólo le dejaban el alimento en el descansillo de la gruesa puerta de madera, golpeaban tres firmes golpes y huían a la carrera, sosteniendo sus hábitos para que no se enredaran en las veloces piernas: existía el riesgo de caída cercana a la celda infecta con la consiguiente exposición no sólo a la peste en sí y el probable contagio, sino también a la visión horrenda de aquél quien supiera ser hasta un tanto apuesto –aunque nadie lo hubiera dicho jamás en alta voz-, y que ahora se había convertido en la imagen viviente, la síntesis, de todo lo malo que acosa al mundo cristiano.
El día en que Segismundo no recogió su plato de comida, los monjes supieron que había muerto. Dejaron pasar varios días antes de retirar el cuerpo, creyendo que los microbios, ante la falta de carne viva para consumir, morirían indefectiblemente. Claro que esto no ocurrió, y con el tiempo muchos de ellos sufrieron el tan temido contagio. Pero el caso es que, a los siete días –ya que siete es el número de la Divinidad, muy popular por esas épocas-, entraron en la celda y rápidamente envolvieron al cadáver en un rollo de tela, para llevarlo con suma premura al cementerio ubicado detrás de la capilla. La lucha contra la repulsión en todo ese proceso fue intensa. Al final lograron vencerla y enterrar dignamente a Segismundo, el leproso.
La oscuridad llegó al distante emplazamiento del monasterio, y cuando la medianoche venció a la simple noche y tomó su lugar, Segismundo y los otros despertaron. Si bien los muertos están altamente habituados a la deformidad de sus pares, al ver a Segismundo casi todos disimularon tanto como pudieron la arcada de asco. Nunca un muerto tan reciente había sido tan espantoso.
Pero más allá de la conmoción del instante, todo siguió su curso: cada uno deambulaba, más o menos cerca de Segismundo de acuerdo a cuánto hubiera ya superado la náusea. Todo fue volviendo a la tranquila normalidad de las noches del cementerio monástico, hasta que a Segismundo, de improviso, se le cayó un pedazo de carne.
Nunca ningún muerto de ese lugar había presenciado episodio semejante. Nunca.
Como si desde el cuerpo de Segismundo emanara una ola de presión digna de una moderna bomba atómica, todos se alejaron rápidamente de él, formando un círculo cada vez más distante. Las expresiones de los rostros incluían desesperación, terror, asombro, morbo y pánico (sí, morbo también). Si bien todos sabían que la lepra post-mortem no es contagiosa, no podían evitar pensar en la posibilidad de que la teoría no se cumpliera y los transformara en engendros a ellos también. El leproso, contagioso o no, es objeto de ese desprecio instintivo propio de la mismísima entraña de la especie.
Lo cierto es que, más allá de las insostenibles circunstancias, el trozo de carne caído, literalmente, floreció. De él brotaron las más bellas flores de los siete colores del arco iris.
Segismundo miró, vio que su obra era buena, y se alegró. Luego se retiró a descansar.
Los compañeros de camposanto se maravillaron con la hermosa creación, y adoptaron a Segismundo como a un Hermano Hacedor, más allá de que prefirieran mantenerse alejados de él cuanto fuera posible sin llegar a herir sus sentimientos. Cada día, un trocito de Segismundo regaba la tierra con colores y aromas de indescriptible maravilla.
Y los monjes vivos, que visitaban el cementerio todos los días, no podían creer cuán hermoso se había vuelto desde la desaparición del leproso.
Segismundo fue acabándose de a poco, porque si bien la lepra deja de contagiar después de la muerte, de ninguna manera se cura. Pedazo a pedazo se fue desdibujando, y a cada pedazo florecía una nueva alegría para el cementerio.
El lugar donde cayó el último fragmento de Segismundo fue venerado por generaciones de muertos, porque allí no crecieron meras florecillas de importancia leve, sino un gran arbusto de carnations, flores de carne podrida y muerta, pero bellamente transformada, y mejor conocidas en nuestras tierras como claveles.

CONTRATO INFERNAL

Estimado Diablo,
Por medio de la presente, que espero llegue a destino en breve, solicito a Usted la extensión de mi vida. Ya los médicos han perdido todas las esperanzas, pero todavía no estoy preparado para morir. En este intento desesperado, le pido tiempo a cambio de la futura disposición en Sus manos de mi persona, que quedaría a Vuestra entera disposición una vez me haya preparado para expirar y para sufrir eternamente a Vuestro lado.
Sin más, firmando con sangre se despide muy atentamente,
Florencio de la Vega

Florencio murió antes de que la carta llegara a destino, pero todos sabemos que el Diablo es astuto, perverso y tramposo. A pesar de no haber cumplido Su parte del trato, alegó que la incompetencia en el sistema de correos, y no Su falta de voluntad, le había impedido prolongar la vida del contratante, y apoyándose en la ley que afirma que todo contrato debe cumplirse hasta donde sea posible, se dispuso a cobrar lo que, según Él, le correspondía: el alma buena de Florencio.
El Diablo no conoce de esperas o demoras: en cuanto la esencia pura de todo lo bueno que había en Florencio atisbó a encarar hacia el Paraíso, Él, que acechaba junto al cuerpo de Florencio (en su forma no visible, para no alimentar rumores sobre el Más Allá entre los vivos), se abalanzó sobre ella y la devoró cual lobo a su caperucita. Este gesto, más metafórico que real, viene a significar que mandó el alma de Florencio al Descampado de los Horrores Interminables. Pero de todos modos la devoró, y hasta mordisqueó un poco de más la cabecita de pura maldad acumulada de siglos.
¿Y qué ocurre, se preguntarán algunos, con la vida terrenal del cuerpo muerto, si uno vende su alma al Diablo? Lo que le pasó a Florencio puede ilustrar una tan buena pregunta, la cual no se plantearía siquiera si se leyeran las letras pequeñas del final de todo contrato infernal.
En efecto, escrito con tinta invisible que sólo puede leerse si se rocía el papel del contrato con saliva de hurón macho (el Diablo es astuto, ya se ha dicho), aparecen claramente las siguientes palabras: “Quien vendiere su alma a Mí, también venderá (a Mí) su cuerpo muerto hasta el momento de la descomposición del mismo, después del cual las cenizas finales quedarán… a la buena de Dios jua jua”. Escrito por el mismísimo Demonio.
Florencio fue enterrado y esa noche, cuando –indiferente al cruel destino de su alma buena – llegó a la superficie de su tumba, sacando primero una mano al aire como todo buen muerto, el Diablo, esta vez en su forma corpórea, tomó esa mano con la firmeza de quien sabe que su presa no puede soltarse. Luego apareció la cabeza de Florencio, la tierra floja en sus cabellos y la mirada desesperada de quien se reconoce doblemente condenado. Y vio lo que todos quienes comercian con su alma ve al final: el rostro de la desgracia eterna. La gente está acostumbrada a imaginar al Diablo como un señor de barbita afrancesada, cara enrojecida y cuernos. Pues no: el Horror Infinito no tiene un semblante tan estúpido. Quien lo vislumbra desea que le arranquen los ojos con anzuelos oxidados. Es por eso que los demás muertos, que ya habían salido de sus sepulcros y habían contemplado semejante espectáculo, corrieron hacia la pared más alejada del cementerio, emitiendo durante su marcha desgarradores gritos histéricos.
Pero la víctima no era ninguno de ellos, sino Florencio. El Diablo, que tiene alas de fuego, lo llevó volando hasta más allá de las nubes, y desde allí lo dejó caer. Esa fue la tortura que eligió para esa noche. Lo levantó y lo dejó caer, una y otra vez. El dolor fue espantoso cada vez.
La segunda noche eligió devorarlo de un bocado y defecarlo después de haberle hecho padecer todo su proceso digestivo, que en el caso del Diablo es particularmente tortuoso.
La tercera lo trasladó a un cementerio olvidado, de terrenos ácidos de tanta muerte vieja, y ahí lo enterró hasta el día siguiente. Durante todo el tiempo en que los muertos duermen, Florencio padeció el ardor atroz de la tierra envenenada, sólo para emerger al cuarto día y encontrarse con su eterno compañero de aventuras, que esta vez había traído a unos cuantos amigotes para reírse de sus desgracias y humillarle en su sufrimiento…
El Diablo es el rey del ingenio, y nunca se le acaban las buenas ideas cuando se trata de hacer sufrir a la humanidad, viva o muerta. Florencio, tal y como había firmado, sufrió hasta el final tanto en cuerpo como en alma.
Vean, amigos, lo que sucede a quienes libran sus destinos a la voluntad de los dioses. Que los avatares de todos los Florencios sean nuestra lección para el porvenir.

CEMENTERIO SOBREPOBLADO

Todo tiene un límite: la paciencia, la vida, Dios. Todo. También tiene un límite la capacidad de un cementerio: no se vaya a pensar que se puede enterrar la cantidad de muertos que uno quiera. Es verdad que no es fácil darse cuenta de cuándo parar; es casi un arte el poder ver dónde se corta la cuerda y, más aún, contar con la capacidad de parar antes de rebasar el tope.
He aquí una historia sobre la insensatez humana: la historia del pueblo en el que se abusó de manera atroz del lugar disponible en su pequeño cementerio.
El pueblo del cual hablamos era relativamente pobre, y en un momento bastante avanzado de su existencia aún no tenía cementerio propio. Por esa razón enviaba sus muertos a la ciudad más cercana, que era mucho más grande y había adquirido un terreno previsto para varios siglos de defunciones.
El problema se presentó cuando todos los pueblos de las cercanías de la ciudad tomaron como norma el enviar sus cadáveres a aquél cementerio, que aparentaba ser muy grande pero que, con semejante afluencia de futuros moradores, pronto llegó al borde del colapso.
Las autoridades de la ciudad, alarmadas frente a semejante despropósito, y bien conscientes de los peligros de sobrevender un cementerio, dijeron basta y, un buen día, prohibieron el ingreso de nuevos muertos. Fue así que, con los pocos recursos de que disponía, el pueblito del que hablábamos antes puso manos a la obra e improvisó un cementerio en un terrenito baldío que no valía nada. Tapiaron el perímetro, rotularon el lugar con un cartel de madera escrito con tiza, y lo cerraron con una tranquera en desuso. Las tumbas se distribuían al azar, donde hubiera lugar, y las coronaba la más de las veces una cruz hecha con dos trozos de corteza arrancada de un árbol de los alrededores. La única forma de identificar a un muerto determinado era la apelación a la memoria de los familiares, si es que quedaba alguno. Con el tiempo, toda tumba era olvidada y hasta la cruz, símbolo de la irrespetuosa precariedad del asunto, terminaba por el suelo, desarmada y pisoteada por nuevas generaciones de dolientes familiares de muertos más recientes.
Los primeros años no hubo mayores problemas: a lo sumo el olor a podredumbre de tanto en tanto, porque no usaban cajones y no siempre ponían empeño en apisonar la tierra como se debe. Pero como los moradores del pueblito no eran exactamente el colmo de la pulcritud, a muy pocos molestaban los eventuales efluvios.
Con el tiempo, la cantidad de enterrados creció y comenzó a rozar los límites de lo tolerable. Como en el pueblo nadie poseía cultura de la muerte, no se dieron cuenta del desagradable momento que se acercaba, sin anunciarse pero con paso firme. Eso sí: por las noches, los muertos se sentían francamente incómodos por la sobrepoblación del pequeño cementerio, y muchos preferían permanecer dentro de la tierra a salir para casi no poder moverse. Lo peor es que todos sabían lo que les esperaba, pero no podían evitarlo de ninguna manera.
Llegó el día en que el límite fue sobrepasado, y ese día no pasó nada porque hasta algo tan estricto como la ley de los cementerios admite, para ciertas cuestiones, un poco de flexibilidad. Y sin embargo, ese día estuvo ocurrió lo siguiente: queriendo enterrar a un joven que había muerto pateado por un caballo, cavaron y se toparon con otro muerto, que había sido enterrado unos años antes. Sin pudor ante el sacrilegio que estaban cometiendo, los enterradores dejaron un cuerpo encima del otro y los cubrieron con la tierra recién removida. Total están muertos, dijeron.
Hechos como éste se volvieron cada vez más usuales, y poco antes del colapso se llegaron a contar pilas de tres y hasta de cuatro muertos, en obsceno contacto entre sí y sin ninguna esperanza de que eso cambiara: bien se sabe –y los muertos lo saben mejor que nadie- que una vez enterrado, el cadáver puede salir cuanto quiera al exterior, pero cada amanecer debe volver al sitio exacto donde fue enterrado.
Pero semejante situación no podía durar mucho, y de hecho no lo hizo: cuando todo límite y toda tolerancia fueron sobrepasados sin tapujos, el cementerio despertó.
No es común que algo así pase, y sobre todo no es deseable, ni para los vivos ni para los muertos. Es, más que ninguna otra cosa, una gran vergüenza, para el pueblo y todos sus habitantes.
El cementerio, a plena luz del día, empezó a… latir. O, para ser más precisos, el terreno se elevaba y se contraía, y otra vez, y otra vez, y cada vez más rápido, como si estuviera a punto de explotar. El hecho es que algo así sucedió, pero más que explosión podría describirse como un vómito. Literalmente, el cementerio vomitó en un instante a todos los muertos que allí habían sido enterrados. Los cuerpos volaron por los aires, algunos enteros y otros en pedazos, porque la fuerza del vómito destrozó a los más antiguos y menos resistentes. Mientras se escuchó en todo el pueblo algo parecido a un monumental eructo, los cadáveres fueron cayendo: sobre las calles, en los patios de las casas, sobre los techos de chapa y sobre los campos sembrados. La gente no podía creer lo que veía: una lluvia de carne podrida sobre su querido pueblito.
Al final, todo quedó cubierto por un pestilente manto de muerte e impregnado de un silencio desolador. En donde antes había estado el cementerio, ahora había un gran hueco, todo pintarrajeado con una sustancia verdosa: el licor descompuesto de la podredumbre. Ya nada podría hacerse sobre ese terreno, ni siquiera construir un nuevo cementerio. A nadie le hizo falta pensar mucho para darse cuenta de que se había convertido en tierra maldita.
Pasaron semanas antes de que el pueblo finalmente pudiera deshacerse de todos los cadáveres. Esta vez, sin sutilezas, recurrieron a la solución más efectiva: los quemaron a todos en una gran pira, en las afueras del pueblo. Algún insensato sugirió que usaran el foso que había quedado en el terreno del cementerio para descargar ahí todos los cuerpos y allí mismo prenderlos fuego, pero los demás lo miraron con horror, lo lincharon por hereje y lo quemaron junto con todos los demás muertos.
Eso sí: pudieron deshacerse de los cadáveres, pero el olor a peste y muerte no abandonó al pueblo hasta el fin de sus días, y ése fue el castigo para todas las generaciones venideras.

ANIMALES SALVAJES

Desde chico había tenido mascotas, incluso cosas rarísimas como hurones y nutrias, bichos de los que cualquier persona normal se hubiera alejado al menos por miedo a la mordedura o a pestes exóticas que pudieran contagiar. Gervasio no les tenía miedo. Lo que Gervasio hubiera temido era una vida sin animalitos a su alrededor.
Fue creciendo y su afición a las mascotas se volvió cada vez más obsesiva. Cuando finalmente dejó la casa paterna para vivir por su cuenta, se llevó la tortuga, la culebra y el caniche toy.
Si bien Gervasio tuvo parejas ocasionales durante su vida, jamás convivió con nadie a excepción de sus animales. Podría haberse pensado mal de él, como muchos hicieron, y decir que practicaba (Dios me perdone) la zoofilia. Lo cierto es que el interés de Gervasio por sus bichitos era genuino y, si exageramos un poco, hasta espiritual: desde chicho había creído que los animales lo escuchaban, lo entendían y lo acompañaban en las buenas y en las malas… “Hasta que la muerte nos separe”… Y ahí nació el verdadero problema.
La idea de la muerte torturaba a Gervasio como a pocos. A pesar de la extrema afinidad que lo unía a sus mascotas, sabía que al Paraíso los animales no entraban. Sabía, al menos, que si existía un Cielo de las Mascotas, no se trataba del mismo al que iría él después de muerto.
Con los años esa idea fijó tanto en su mente, que podríamos decir que, de alguna manera, enloqueció. En su testamento estableció claramente que quería ser enterrado al estilo egipcio, con las mascotas que poseyera en ese momento. Y cuando el momento llegó, convivía con su gato Pompón, su chow-chow Timoteo y la estrella, el lémur Ryan.
Gervasio no era precisamente pobre, y se aseguró de contratar a su veterinario de mayor confianza, en cuyas venas circulaba, casualmente, un importante caudal de sangre fría. Por la cantidad de dinero suficiente, no objetó al pedido de sacrificar a los animales para que acompañaran a Gervasio, si bien no hasta el Más Allá, tan Allá como fuera posible. Además, ya estaba diseñado el ataúd que portaría a tanta cantidad de huéspedes.
Cuando el entierro estuvo consumado y finalmente llegó la primera noche, Gervasio despertó en el mayor de los caos posibles. Los animales muertos abren sus ojos unos minutos antes que los humanos, y los tres pequeños cadáveres ya se encontraban despiertos y furiosos.
Dos reglas se superpusieron en tan desagradable situación. En primer lugar, Pompón, Timoteo y Ryan habían dejado la vida en contra de su voluntad y a destiempo. Y por último, es decir en segundo lugar, los animales deben ser enterrados en un cementerio para mascotas, y no en cualquier sitio que a uno se le ocurra. Si uno de estos factores hubiera alterado a los cruelmente asesinados animalitos, los dos juntos los llevaron a un estado de rabia maniática.
Gervasio no lograba incorporarse para salir de su cajón, porque entre las tres fieras lo estaban, literalmente, destrozando. Nadie hubiera pensado que animales aparentemente tan inofensivos pudieran llegar a semejante estado, pero quien sabe algo sobre la muerte y sus efectos no puede sorprenderse. Trozos de carne, ojos mutilados y ropa hecha jirones se desparramaron por el lujoso cajón mientras Pompón, Timoteo y Ryan manifestaban su furia doblemente intensa.
- ¡Aia! ¡Juira picho!- fue lo único que pudo decir Gervasio al ver a Timoteo arrancando su nariz de un mordisco. Después de eso, Ryan desgarró su garganta, con cuerdas vocales y todo, y ya no hubo más protestas.
De a poco, en medio de dolores insoportables, Gervasio fue perdiendo definitivamente la conciencia. Cuando no quedó nada de él, los animales se calmaron.
Como no tenían forma de salir de un ataúd diseñado para humanos, permanecieron allí dentro hasta el final de sus días, despertando por las noches y muriendo de día, mártires involuntarios del capricho del hombre.

LA MUERTA QUE QUERÍA SER FANTASMA

El problema cuando uno cree todo lo que le dicen, es que después de muerto espera que las cosas sean diferentes de como realmente son. Incluso habiendo conocido las reglas, hay muertos caprichosos que se resisten a aceptar su destino.
Eso es lo que le pasó a muchos, y entre ellos, por poner un ejemplo, al Maestro. Y a Sandra. Sin intenciones de pecar de machista, es necesario decir que, después de la muerte, muchas mujeres suelen portarse como verdaderas chiquilinas.
Sandra creía en que los muertos volvían al mundo de los vivos en forma de fantasmas, para acompañar a sus familiares, darles consejos, advertirles sobre los avatares del destino y demás. Su madre le había metido esas ideas en la cabeza, cuando decía que la abuela de Sandra se le aparecía. Si bien Sandra nunca había presenciado ninguna de esas místicas experiencias, quería creer que así era como funcionaba el más allá. Quizás para no dejarse vencer por la tentación del ateísmo que profesaba su padre: la verdad es que le asustaba el hecho de que la vida fuera sólo una.
Años y años cultivando esa idea, esperando que algún día un fantasma se presentara ante ella, hicieron de Sandra una ferviente adepta a la vida espiritual, y aunque hasta el momento de su muerte no logró ver ni uno solo, expiró creyendo que ella se convertiría en una banshee o algo por el estilo.
Es fácil imaginar su decepción cuando finalmente descubrió cómo son las cosas. Pero, como se dijo, las mujeres muertas suelen ser el colmo de caprichosas, y Sandra no se contentó con Lo Que Está Escrito. Se dijo: yo no quiero esto.
Lo primero que hizo fue buscar al muerto más viejo del cementerio, que salía de su ataúd cada vez menos porque le quedaba poca carne y sus huesos amenazaban con descolocarse en cada movimiento. El día en que Sandra lo buscó no pensaba salir, pero fue tanta la insistencia, tan molestos los gritos de la mujer sobre la antigua tumba reclamando su presencia que, decidido a poner menos en riesgo su cordura que su integridad física, se arriesgó. Sólo asomando la cabeza de la tierra, le dijo lo que sabía: que nunca había oído nada sobre la existencia de fantasmas.
Más decepcionada que antes, siguió preguntando, cada vez a muertos menos sabios y cada vez con menos esperanzas de que le fuera dada una respuesta que pudiera ayudarla. Nadie lo hizo, y peor aún, los modales cada vez menos amables de Sandra –que ni siquiera había sido amable al principio-, sumados a su molesta insistencia, le acarrearon una pésima fama en el cementerio. Tanto, que al final el resto de los muertos se confabularon, y sin darse cuenta, le dieron lo que ella quería. O casi.
Una noche de tantas, mientras Sandra deambulaba pensando en alguna otra manera de conseguir información, todos los demás se le tiraron encima. A lo bestia, casi como si se tratara de un invasor vivo, la despedazaron con sus propias manos.
Lo que ellos no sabían, porque nunca había pasado antes, es que al hacer eso, en realidad estaban arrancándole el cuerpo, pero de ninguna manera terminando con su existencia. Al limpiarlo de toda podredumbre, el “fantasma” de Sandra finalmente quedó libre. Lo primero que hizo fue huir de la multitud enardecida. Luego intentó escapar del cementerio, para ir y aconsejar a algún familiar vivo, pero pronto se dio cuenta de que, fantasma o no, seguía muerta, y muchas de las reglas seguían siendo válidas para ella. No le estaba permitido atravesar los confines del terreno.
Así y todo, meditó sobre las ventajas y vio que había salido ganando. Ya no tenía que salir del cajón, no tenía que ensuciarse para llegar a la superficie, y no dependía de si era día o noche. Podía vagar por el cementerio siempre que quisiera, y si bien la luz del día no permitía adivinar su presencia, podía asustar a los vivos con su voz de viento. Por la noche los que la habían descuartizado la veían arrastrarse por el aire, sin rumbo fijo pero con un semblante tranquilo, algo resignado, pero también veladamente triunfal. Ya no les molestaba su presencia porque su voz no era más la de ellos, lo cual era afortunado porque, si hubiera seguido importunándoles, esta vez no había forma de deshacerse de ella.
Sandra, por otro lado, habitaba una existencia aparte, y ni siquiera sentía rencor por lo que le habían hecho. Los ignoraba como si nunca los hubiera conocido, sabiéndose la única que los sobreviviría (¿sobremoriría?) a todos.

CRÓNICA DE UN AHOGADO

I
Desde el mirador en la altura, el lago parece un vastísimo estanque lleno de aceite. No sopla el viento: ninguno de los innumerables, que siendo tantos y tan cercanos se dibujan como presionando los confines del lago, conmueve las hojas de sus árboles. El sol pleno se refleja en toda la superficie, tiñendo de profundo dorado las clarísimas aguas. El aire, tibio y quieto, no vibra más que por el eventual canto de un grillo remoto. Ninguna otra cosa perturba la frágil paz del momento.
Enmarcado por terrible gigantes inmóviles, oscuros, orgullosos de sus crestas purísimas, el lago se extiende hasta el horizonte. Debajo de la inmutable superficie existen abismos invisibles de tan lejanos.
Bajo el cielo sin nubes, la calma se quiebra con el estruendo del cuerpo quebrando la quietud del agua. Todo se rompe: la imagen del día en el cristal, la oleosa apariencia, la espera cíclica del chillido lejano.
La fresca superficie se convierte vertiginosamente en una cárcel de hielo fundido tan sólo unos metros más abajo. La intensidad del frío es dolorosa, punza en mil lugares diferentes, es insoportable hasta la desesperación. El cuerpo, ajeno al deseo de la conciencia, ya no puede volver a emerger porque se lo cargó de antemano con un sobrepeso excesivo, y se precipita irremediablemente dentro de la húmeda boca negra del mundo.
El frío es ya tan profundo que oprime la piel. No se trata de una impacto efímero, que se desvanece apenas después del contacto y frente al acostumbramiento: al contrario, cuanto más profundo cae el cuerpo, más puro es el frío. La tremenda sensación, en semejante escenario, no puede cesar nunca. Ya comienza a sentirse, además, el peso de las toneladas de líquido que van quedando encima, y una presión más real todavía se suma a la anterior. Es la que termina de sacar el aire de los pulmones.
La desesperación frente a lo inevitable, frente al final seguro pero que no termina de llegar y que ataca desde todos los flancos posibles, hace que la conciencia reflexione, aún rodeada de extremo dolor, en que hubiera habido mil formas más simples de quitarse la vida. Pero, se dice, éste es el precio que debe pagar el espíritu apasionado.
Con los últimos restos de voluntad, el cuerpo se resiste a tragar el medio helado y mortífero que lo abruma. Las últimas gotas de oxígeno se esfuman de la sangre mientras la borrosa penumbra se va convirtiendo en oscuridad cerrada.
En el instante final parece como si todo el lago ingresara al cuerpo en la última, impostergable inhalación. Todo se convierte en líquido, en hielo, en frío inconmensurable. Ya el cuerpo no es más que agua del lago, y el espíritu se desvanece por completo viendo, finalmente, que todo es una sola cosa, lo mismo.
II
Hasta que vuelve a despertar. Muy romántica la muerte y todos los motivos que le llevaron a ella, pero a la noche, cuando los muertos dicen sus verdades, el ahogado se da cuenta de que esto no es el olvido que esperaba. Las penas siguen existiendo, la muerte no borra los recuerdos. Ni siquiera despoja de la carga de los sentidos… ¡y qué frío que hace, y cómo arde la sal del agua, por Dios!
Un cementerio peculiar, el del ahogado. No es el único en el fondo del lago: otros, antes, intentaron lo mismo que él. Pero no puede verlos, porque el horizonte es vasto y los residentes muy pocos. Además, aún si hubiera alguien cerca, la oscuridad de la noche y de la profundidad del abismo velarían irremediablemente su presencia. No, aunque no lo esté realmente, está solo.
Es tan intenso el frío en el fondo del lago, que ni siquiera puede moverse. Si pudiera hacerlo, ya se habría sacado las piedras de los bolsillos y salido a flote, incluso a pesar de que su cuerpo está lleno de agua. Pero no puede; no puede moverse. Está prácticamente congelado, y si la presión no fuera tan intensa sería realmente un trozo de hielo. Lejos quedaron para él las leyes atmosféricas: aquí, en el fondo del mundo, el agua sigue siendo líquida a mucho menos que los infames cero grados.
El ahogado cree que el alivio llegará cuando su cuerpo muerto se acostumbre a la hostilidad del medio; que en algún momento se logrará el equilibrio. Que, como pensó en el instante de su muerte, llegará a ser uno con el lago. Pero las noches pasan y el consuelo no llega. El frío es siempre tan intenso como en el último suspiro de su vida, y el ardor sigue persistiendo en horadar con sus agujas cada poro. Nunca está de más recordarlo: cuando dos mundos incompatibles se mezclan, la unión entre ellos nunca se produce. Lo mejor es mantenerse alejado de ese tipo de aberraciones.
Mientras el lago permaneció, el ahogado sufrió su condena. Su cuerpo helado nunca se descompuso, y ni siquiera pudo regodearse en la idea de la posibilidad de un cambio. Cada noche fue exactamente igual a la anterior.
No me pregunten qué pasó cuando ya no hubo más lago. Esa es enteramente otra historia.

UN ELEGIDO

Muchas creencias diferentes dan vueltas alrededor del mundo. Todos, de alguna manera, creemos en algo, pero algunos se toman esa creencia tan a pecho que ni siquiera después de la muerte, cuando se supone que todo se aclara, quieren convencerse de que las cosas no son como ellos creían.
En unos de los exóticos países legendarios, de esos en los que las tradiciones florecen en cada rincón, hubo un anciano que desde pequeño fue educado en la doctrina de la Reencarnación, la Metempsicosis, el Traspaso de las Almas. Creía en ella con tanta firmeza, era tanto su misma carne desde el día de su nacimiento, que fue durante toda su vida mentor de muchos. Gracias a él, y a algunos otros que compartían su carácter profundamente religioso, la doctrina se multiplicó de la forma en que los dioses de los mitos hubieran querido (pero no existían).
Cuando el Maestro (llamémoslo así, porque la verdad es que nunca supe su nombre) finalmente murió y despertó en su sepulcro por primera vez, sólo atinó a pensar que había sido malo en la vida y que por eso había reencarnado en algo espantoso. Así y todo, sin resignarse a lo que parecía ser su castigo: permanecer encerrado en un ataúd durante toda esa –posiblemente breve- encarnación, y quizás, pensó, desafiando la voluntad de esos dioses en los que él creía, escarbó como todo muerto hasta salir a la superficie del cementerio.
Lo que vio le llenó el corazón de angustia. Lo que vio, y el hecho de darse cuenta de qué reglas le esperaban durante el porvenir. Aparentemente no había tal cosa como aquella en la que él creía. Todo era un deambular azaroso durante la ausencia de sol y ahí se terminaba todo.
Más que ninguna otra cosa, el haber impartido la enseñanza con tanta convicción y el haber convencido a tantos niñatos de que en algún momento habrían de alcanzar La Disolución del Yo, reafirmó su ánimo hasta el punto de convencerse de que él, Maestro de discípulos, podría cambiar las reglas y adaptarlas a sus convicciones.
Así, y sabiendo que la Muerte solía pasear por los cementerios, pasó noches enteras sentado en su tumba, esperando a que Ella apareciera para poder presentarle su queja y su sugerencia.
La vez que la vio aparecer corrió a su encuentro.
-Muerte – le dijo después de saludarla apropiadamente-. Desde tiempos inmemoriales, una inmensa cantidad de almas han anhelado la Trasmigración que lleva a la Ausencia Final de Conciencia. Es un destino noble. Esto que me está pasando, en cambio, es vergonzoso.
-Vergonzoso será, amigo mío. Pero así es.
Un tanto ofendida, porque ella siempre había creído que morar en el cementerio esperando su visita era algo bueno, la Muerte se fue a hablar con otro.
El Maestro, habiéndose preparado para este tipo de reacciones, y además porque la búsqueda de lo Absoluto en vida le había servido ante todo para aprender a ejercitar la paciencia, no se desanimó. Esperó a la próxima vez.
La Muerte volvió un año después de esa primer visita, porque el mundo es grande y los cementerios muchos. El Maestro la vio y, otra vez, corrió a su encuentro. Si algo no le faltaba al Maestro, era entusiasmo.
La décima vez que vino la Muerte, ya sentía simpatía por el viejo. La decimoquinta le dijo:
-Maestro, puedo darme cuenta de que no vas a cambiar de opinión. Te lo expliqué de trece maneras diferentes, pero aún así te resistes a aceptar que la muerte es esto. Y en este estado, sufres sin merecerlo. He aquí lo que haremos: crearemos tu creencia, pero sólo para ti. ¿Cuáles eran, me decías, las reglas?
Y el Maestro reencarnó en un niño que más tarde sería el último eslabón de la cadena: tanto mérito en vida y en muerte no podían terminar en otra cosa. También es cierto que la Muerte no quería tomarse el trabajo de tener que reencarnarle de nuevo cuando muriese, pero preferimos creer que pesó más lo otro.
El Maestro, cuyo nombre ya no es importante, fue el único que alcanzó el Nirvana que él mismo había creado. La Muerte usó los cuerpos muertos de sus dos encarnaciones para abonar las flores del cementerio, pero él no llegó a saber de esa picardía.

RITUAL DE MEDIANOCHE

Algunos cementerios se encuentran bajo el dominio de brujas. No hay peor destino para un muerto que ser enterrado en un lugar semejante.
Las brujas, que para serlo deben antes ofrecerse en cuerpo y alma a Satanás, quien las deforma –en cuerpo y alma- hasta los últimos límites de lo soportable, conocen, gracias a ese pacto con el demonio, todos los secretos del cementerio.
Así, ciertas noches específicamente elegidas, salen de sus cuevas en pequeños grupos autónomos de seis para estropear el descanso de los difuntos.
Poco antes de la medianoche, horario en que ya no quedan personas vivas en los cementerios y cuando aún los muertos no han salido a la intemperie, el comité de brujas desciende sobre el mosaico de sepulcros y se dispone a comenzar su ritual, el cual, si bien breve, debe ser efectuado en cada tumba individualmente.
No tiene realmente sentido especificar aquí el texto del ritual, ya que se pronuncia en el lenguaje intraducible de la isla de R’l-yeah. Las brujas, a ojos bien cerrados, se toman de las manos alrededor de la lápida elegida. Mientras entonan en perfecta disonancia el texto, abren sus piernas, se agachan un poco y orinan delimitando un círculo que, vaporoso, crea una cortina apenas perceptible que delimita la zona e impide el acceso de posibles intrusos al ritual.
Entonces clavan sus tridentes –porque el Diablo, al aceptarlas en su séquito, le obsequia uno a cada una- sobre el círculo de orín, salvo la Bruja Madre, quien lo clava en el centro de la tumba… y lo entierra bien, hasta el fondo –es un tridente de mango largo-, hasta que siente la carne muerta clavándose en los pinchos.
Y como quien ensarta un pez en el agua con un una estaca afilada, la Bruja Madre saca al muerto de la tierra. El pobre –porque las brujas siempre pescan machos-, aún inconsciente, queda tendido sobre el suelo a la espera involuntaria de lo que vendrá.
Las brujas proceden de igual manera con cinco tumbas más, y después de haber alineado los seis cuerpos uno junto al otro, pasan a la fase final del hechizo. Otra invocación irreproducible levanta los cuerpos del suelo y los pone de pie. Y adrede no digo “se ponen de pie”, porque ellos no controlan lo que hacen. De hecho, sería incorrecto decir que son conscientes de lo que les está pasando: se encuentran en ese estado intermedio entre el despertar del muerto y la nada que suele llamarse –inapropiadamente- zombitud.
Así es que, zombificados, marionetas muertas, títeres del Más Allá, o como quiera llamárseles, los seis muertos suben con las seis brujas a las seis escobas y parten hacia la cueva, donde las malvadas hechiceras los utilizan para engrosar sus batallones de muertos vivientes zombificados.
El plan de las brujas es formar un ejército lo suficientemente grande como para conquistar el mundo. Afortunadamente para esta generación, no es probable que eso pase en los próximos años. Salvo, claro, que hubiera más brujas que las que se supone… en cuyo caso, estaríamos perdidos.

EL DESCUIDADO

Cementerios eran los de antes, en los que todos los muertos eran sepultados en tierra. Después llegaron los nichos, justo como en las ciudades llegaron los edificios de departamentos. Se aprovecha mejor el espacio, es verdad, pero también se generan todo tipo de situaciones extrañas; situaciones que no estaban contempladas en las reglas originales.
La historia de Jacinto es particularmente ilustrativa. Muerto en épocas modernas, fue encajonado y luego colocado en un nicho en la pared, en medio de cientos de otros nichos que ostensiblemente reducían la importancia del suyo: todos tenían la misma tapa de mármol y sólo los distinguía la placa dorada, que había que leer desde muy cerca para dilucidar quién estaba allí dentro.
Jacinto nunca había sido popular, por lo que ser uno más del montón enlatado en nichos nunca le preocupó seriamente. De hecho, pocas cosas le importaban, porque además de poco popular, Jacinto había sido siempre muy distraído y realmente le costaba mucho focalizar sus pensamientos en alguna cosa en especial.
Cada noche, Jacinto abría mecánicamente el cajón, y sin siquiera tener que tomarse el trabajo de arañar la tierra para salir a la superficie, movía la tapa del nicho hacia un lado –porque estaba en la fila inferior, junto al piso; si hubiera estado más arriba, una persona como él habría encontrado difícil disponer de ella sin que se hiciera pedazos contra el suelo- y allí estaba: paseando con la vieja Q.E.P.D. 3 de enero de 1987, o riéndose de algún chiste contado por el muchacho Q.E.P.D. 28 de septiembre de 1998.
Tan, pero tan distraído era Jacinto, que una noche, al volver al cajón, colocó la tapa de madera sin verificar que hubiera calzado herméticamente, y para peor, además se había olvidado de colocar ante todo la tapa de mármol en su lugar. El día llegó sin que Jacinto se hubiera dado cuenta de su atolondrado descuido. Cualquiera que quisiera podía ver su cuerpo muerto bajo la tapa levemente desplazada.
Como el cementerio ya tenía sus años –que incluso sumaban más de un siglo y medio-, ninguno de los empleados de limpieza prestó atención a la lápida corrida: ese tipo de eventos era común en todo el cementerio desde hacía tiempo, ya que cada vez con más frecuencia se procedía a sacar los cajones de quienes no pagaban sus impuestos –a través de sus familiares vivos, vale aclarar- para quemar sus restos o arrojarlos a la fosa común.
Cerca del mediodía, un grupo de turistas llegó al cementerio para sacar fotos de la tumba de Evita, que en realidad no vale dos pesos, pero así es la gente que pasea. Un par de muchachos, de mente morbosamente curiosa, se escaparon del grupo y, recorriendo los pasillos por su cuenta, llegaron a la lápida de Jacinto.
- Qué interesante – dijo el primero, en otro idioma.
- Veamos qué hay adentro – dijo el otro, en ese mismo idioma, porque venían del mismo país.
Vieron a Jacinto el de la tapa corrida. La visión los llenó de pavor, pero enseguida se recuperaron y sacaron una foto para llevar de recuerdo y mostrar a sus familiares.
Se llevaron la muerte en sus propias manos.
Jacinto apenas notó la diferencia, siendo que su conciencia siempre había sido extremadamente dispersa. Sacarle la muerte –que es Una para todos- a un muerto es como sacarle la Vida –que también es Una-, es decir el alma, a un vivo. El cuerpo permanece animado, pero sin espíritu. Así continuó Jacinto su existencia, y nadie notó el cambio.
Los turistas extranjeros, en cambio, sembraron sin quererlo el terror en su país de origen. Una muerte extranjera, acostumbrada a otros climas, normalmente se molesta mucho cuando la sacan por la fuerza de su ámbito. Este caso no fue ninguna excepción, y la muerte furiosa quiso vengarse de los impertinentes mocosos que le habían arrebatado la calma de su cementerio y de su cuerpo muerto. El poder de una muerte encerrada es matar a quien la vea, y así fueron cayendo uno tras otro: los fotógrafos, sus amigos y algunos familiares. Hasta que a alguien se le ocurrió quemar la foto y esa muerte, ese aspecto de la Muerte, fue libre de nuevo y no molestó más a nadie en ese lejano país.

LAS DOS ALMAS

La entrada de un hombre vivo en el cementerio, siempre que ocurra después del atardecer, presagia algún hecho atroz. Rubén había sido víctima de una apuesta, que falló en su contra, y no le quedó más alternativa que escalar el muro lateral –evitando así, de paso, la ira rotunda del cuidador-. Guiado por la luz de la luna, caminó al azar hasta que se topó con una sepultura. Parecía fresca: la tierra estaba removida, húmeda y virgen de malezas y de hojas.
El muerto que ocupaba aquella tumba había sido enterrado el día anterior. Había sido llorado, y su alma buena había partido, liviana y pura, hacia el Paraíso. El alma mala, como se sabe, no sale del cuerpo tan rápidamente como la otra: permanece escondida en lo más hondo del hígado, temerosa del mundo que le espera. Desea seguir viviendo, y sólo se va cuando el encierro oscuro la colma de aburrimiento. Por lo general, su mismo peso, libre de la atadura corporal, hace que precipite hasta el Infierno; sin embargo, algunas veces ocurren cosas diferentes.
Rubén escarbó y llegó, finalmente, al ataúd: abrirlo sin hacer ruido resultó arduo y llevó su tiempo. El alma mala sintió movimiento cerca de sí y se asustó –porque todos los vicios, incluso la cobardía, habitaban en ella-. Luego, al entrever su oportunidad, se preparó para saltar.
El muerto no se movió mientras el desdichado cortaba y separaba los ojos de la carne; pero el alma invisible entró en Rubén. Allí se encontró con su gemela oscura, y con la opuesta de ambas, la esencia bienaventurada de Rubén. A la primera la derrotó, porque era más fuerte, y la arrojó al fuego. A la otra, y por un mero afán de molestar, también la echó: el cuerpo, entonces, fue su dominio.
Rubén llevó los ojos podridos, los expuso ante sus amigos –que murmuraron asombrados- y después los mató a todos. Terminó sus días en la cárcel y murió sin arrepentirse.

EL PUEBLO QUE MURIÓ DE PRONTO

Casi como en una novela de ficción, un día de tantos, uno de esos tantos virus contagió a todo el pueblo de Biclarsia y todos sus habitantes murieron de pronto, porque el virus era fulminante.
¿Qué pasa en un pueblo cuando mueren todos y no queda nadie para enterrarlos en el cementerio? Si bien el resultado final depende de si en el pueblo hay o no cementerio, podemos suponer que en la mayoría sí lo hay, y tomar el caso de Biclarsia como un ejemplo ilustrativo de la regla general.
Así que, de un momento al otro, todos los que en Biclarsia estaban vivos, estuvieron muertos. Tirados en el medio de la calle o en las veredas, empapelando el suelo con su carne helada. Sentados en el inodoro, mezclando el clásico aroma con el nuevo de la podredumbre. Mujeres desparramadas en la cocina, con el horno prendido y una torta quemada en cocción perpetua. Los chicos en el jardín de infantes, en ronda jugando al Huevo Podrido, ya incapaces de darse cuenta de que los podridos pronto serían ellos… Todos los conductores de automóviles habiendo sufrido inevitables choques, producto de la falta de control que trae la muerte. Miles y miles de muertos –Biclarsia contaba con una población interesante-, muchos vergonzosamente expuestos en la vía pública, pero sin nadie ante quien avergonzarse por semejante final, tan ridículo, tan fatalmente final que a nadie dio tiempo de prepararse. Sin ataúdes suficientes, pero sobre todo sin sepultureros -esas personas que, siempre caminando en el borde entre la vida y la muerte, no por eso habían estado menos vivos, y por lo tanto sujetos tanto como cualquiera a la catástrofe-.
Todo el resto de ese día pasó en silencio. Ante semejante espectáculo, ni siquiera el viento se atrevió a susurrar entre los árboles. En cambio, por la noche la calma sucumbió ante una agitación inesperada.
Sucede que, cuando perecen todos los habitantes de un pueblo, se produce una perturbación en las leyes de la vida y de la muerte. La Naturaleza tiende siempre a defender la supervivencia por sobre cualquier otra cosa, y siendo que lo que había ocurrido en Biclarsia era aberrante, se pretendió curar esa aberración con otra mayor: reanimando al pueblo entero.
Y si bien es extremadamente raro que la vida se entremezcle con la muerte, sobre todo en el terreno de esta última –el cementerio-, en casos como el de Biclarsia, frente a la desesperación y el vació que provoca la ausencia de vida, la Naturaleza permite que los moradores del cementerio pasen a poblar el mundo de los vivos.
La noche posterior al día de la muerte de Biclarsia, los muertos que se levantaron de sus tumbas, enterados ya de lo que había pasado y conocedores de las reglas, se apresuraron hacia la salida del cementerio e invadieron las calles de Biclarsia. Fue una invasión pacífica, tranquila: los muertos vivos recorrieron los cadáveres de los muertos muertos, buscando en primer lugar a los familiares de cada uno. Con una tristeza no del todo sincera, siendo que los embargaba la inesperada alegría de estar sueltos de vuelta, y sobre todo ya no más sujetos a las leyes del despertar nocturno y la inconsciencia diurna, los nuevos habitantes de Biclarsia llevaron a cada uno de los cadáveres al cementerio, y los hicieron reposar en los nichos, ataúdes y criptas donde, hasta esa noche, ellos mismos habían descansado en paz.
Desde entonces, los muertos viven en Biclarsia simulando estar verdaderamente vivos: van a trabajar, manejan dinero y, en la medida de sus posibilidades –ya que a muchos los miembros no les responden como antes- conducen automóviles y practican deportes. Por las noches, cuando se disponen a recostarse y descansar en las camas que sus fallidos herederos involuntariamente les legaron, piensan en los que ahora habitan en el cementerio, en lugar de ellos. Y se cuidan de mantenerse siempre bien lejos de ese lugar, porque a casi todos les trae malos recuerdos y un poco de culpa.

EL HARAGÁN

Los amigos, en el funeral, decían: “Nunca en su vida hizo nada, pero así y todo no merecía morir tan joven”, o “Pobre el Jose, va a descansar en paz como lo hizo toda su vida”. Su fama de perezoso lo siguió, como la inercia de los últimos impulsos del cerebro, hasta la tumba.
Una vez muerto del todo, el Jose se dio cuenta –con desgano y con pesar- de que el descanso eterno que le habían prometido no era tan así. Por lo menos vio que era necesario despertar tan amargamente como en la vida. La primera vez, impulsado por una curiosidad ajena a su persona, escarbó como todos hasta la superficie y se dio cuenta de que era de noche y de que muchos cadáveres ya estaban afuera, charlando en grupos y tomando el fresco. Dijo Hola a algunos que pasaban a su lado, pero no movió los pies de la tierra removida de su tumba. Cuando los miembros empezaron a pesarle, mucho antes del amanecer, volvió a escarbar, añorando la tibieza adormilada de su ataúd acolchado.
No volvió a considerar necesario andar saliendo por las noches. Cuando despertaba, simplemente se retorcía durante un rato, desperezándose, y se quedaba tumbado en la profundidad de su tumba, sin hacer más que eso. Poco reflexionaba sobre su vida pasada, o sobre su porvenir. No permanecía inmóvil porque quisiera meditar tranquilo, sino tan solo porque tenía fiaca. Nada sabía –ni pretendía saber- sobre la trascendencia, fuera ésta del alma o del cuerpo; nada recordaba sobre su pasado porque ni siquiera se había molestado jamás en ejercer la memoria. Durante la vida pretendía morir –dormir para siempre-, y ahora, muerto al fin, deseaba morir otra vez, pero mejor.
Podría pensarse que el destino terminó siendo injusto con este hombre, ya que no merecía que se cumplieran sus deseos y sin embargo estos sí se cumplieron. Se sabe de muchas almas buenas y trabajadoras que sufren una muerte cruel durante toda la eternidad, y que según nuestros cánones deberían ser felices en el más allá. Sin embargo, olvidamos que las leyes post-mortem son ajenas a nuestro entendimiento, y que la religión es inútil.
El Jose, sin saberlo, estaba siendo artífice del destino que quería. El cuerpo muerto, al contrario del vivo, se vuelve más íntegro con la actividad. Los que, por así decirlo, desgastan su cuerpo con la rutina de la salida nocturna y de la caminata por el camposanto, en realidad lo están fortaleciendo y, tanto como puede hacerse con la carne muerta, rejuveneciéndolo. En cambio, el Jose se quedó quieto y su cuerpo se fue deshaciendo de a poco. Cuando, en un arrebato de loca agilidad, quiso levantar un poco el brazo, éste se desprendió de su coyuntura y permaneció impasible sobre el piso del ataúd. Si en ese momento hubiera aún sido capaz de oler, se habría espantado con el hedor de la podredumbre que emanaba de su cuerpo en descomposición, y que el hermético cofre mortuorio concentraba.
Los meses erosionaron de a poco lo poco que quedaba, los gusanos hicieron el resto. El cuerpo del Jose fue desapareciendo, y con él su conciencia. Al estar distribuido por todos su organismo, cada bocado de cada gusano se llevaba un trocito del espíritu somnoliento del muerto haragán.
La sensación de estar desapareciendo de a poco es confusa y dolorosa, pero a medida que la conciencia se reduce el sufrimiento se va volviendo menos intenso. En poco tiempo, el ya inicialmente vago soplo vital (¿o mortal?) del Jose estaba repartido entre millones de pequeñines, y días después entre miles de millones.
En este punto, si bien la conciencia no había realmente desaparecido, era tan extraña al ser con el que había nacido como lo es un cabello caído a la melena que lo vio crecer. Los años borraron hasta la más remota sensación de existencia, y casi podría decirse que el Jose, si bien eternamente presente en el mundo, ya había sido tragado por la insensible oscuridad del olvido.

EL JARDINCITO

Pobre, Don Ernesto, ya no tenía ningún familiar con vida. Todos habían fallecido mucho antes que él, años antes, incluso sus dos hijos. En la guerra.
Don Ernesto no quería estar solo. Demasiados años sentado en su sillita, sin voces a su alrededor, sin saber ya con qué llenar sus pensamientos. Hubiera querido el correteo de nietitos a su alrededor, la charla sobre estrategia militar con sus hijos, incluso la cena en silencio con su esposa o el sonido de los golpes en la puerta, aunque no fuera nadie más que el lechero… alguna palabra que interrumpiera el largo vacío de su espíritu. Pero nunca vino nadie.
Se le hizo pesada la vida, en el último tiempo. Pensó en pegarse un tiro pero no tenía armas a mano. Era humilde y no se le ocurrió otra forma de matarse, y tampoco conocía a nadie que pudiera aconsejarle sobre este asunto. Más adelante supo de la leyenda del suicida y desistió por completo de intentar cualquier cosa. Hasta tenía miedo de desearlo, no fuera a ser que el sátiro pudiera leerle la mente y decidiera que, aún sin haber consumado el hecho, debía ser castigado. No, Don Ernesto quería una eternidad tranquila.
Pero la Justicia es ineludible: todo se ve, todo se sabe. De una forma o de otra, todos reciben lo que merecen. Cuando Don Ernesto murió por fin sintió un gran alivio, y eso no era lo correcto: era casi como haberse suicidado usando a la resignación como arma. El que esté muriéndose debe aferrarse a la vida, dicen las leyes.
Suponía que la muerte volvería a reunirlo con los que había perdido hacía tanto tiempo. Fue decidido que el castigo por su forma insulsa de morir sería la eterna soledad.
Lo enterraron en el panteón familiar, cerca de sus muertos. La primera noche Don Ernesto salió, ansioso por verlos, pero solamente encontró oscuridad y silencio. El mismo silencio, podría haber pensado él, de todo este tiempo de soledad. Lleno de dudas, abrió la puerta del panteón, salió y accedió al sector de las tumbas rastreras: tampoco por allí había movimiento, ni siquiera el sonido del viento en los árboles. Ni siquiera los grillos que acompañan los cánticos de medianoche.
Se preguntó cómo podía ser. Sabía de alguna manera que habría encuentros, charlas, ataques a cuidadores o a intrusos… pero él no veía nada de todo eso. Recorrió todo el cementerio y no encontró ni una tumba abierta, ninguna losa corrida y nada de tierra removida. Era como si nunca hubiera existido todo lo que él venía anhelando.
Caminó hasta la casilla del cuidador, creyendo ingenuamente que al menos él podría explicarle lo que pasaba. Pero en la casilla no había nadie. La luz estaba encendida, el diario estaba abierto en la página de policiales, pero el cuidador no estaba, a pesar de que era el Día de los Muertos. Tampoco estaba en ninguna otra parte, ya que Don Ernesto se había asegurado de inspeccionar todos los recovecos. Y no podía haber abandonado el cementerio: al mirar a través de la cerca vio que lo que debían ser los alrededores tenían la consistencia de un espejismo. Las casas parecían estar ahí, pero sin embargo no estaban. Las calles parecían sólidas, pero el engaño se evidenciaba fácilmente: el macizo asfalto ondeaba como atravesado por oleadas de calor. Don Ernesto pensó que aquella visión le recordaba las alfombras mágicas de Las Noches de Arabia. Su corazón se llenó de melancolía. Finalmente, el detalle más conmovedor: la noche, si bien oscura como correspondía, estaba velada por un tinte rojizo, y no había luna ni estrellas.
Al borde de una desesperada resignación, Don Ernesto volvió a su panteón y forzó los ataúdes de sus familiares. Comenzó por el de su esposa, y con amagues de lágrimas cayendo por las resecas mejillas, se dio cuenta de que el cadáver no estaba. El interior del cajón, impecable, parecía nunca haber alojado a ninguna criatura. Lo mismo descubrió en los de sus hijos. Estaba, otra vez, completamente solo.
Podría haber enloquecido por el dolor, pero en lugar de eso prefirió ocuparse de entender qué estaba pasando. Así que se tendió en su ataúd, cerró la tapa y meditó durante muchos días. La cuestión era: ¿cómo podía ser que el cementerio, que existía desde hacía cientos de años y que era el lugar donde habían sido enterradas todas las personas que había conocido, estuviera vacío? ¿Por qué la ciudad se desfiguraba cuando la miraba fijo?
A los pocos meses llegó a elaborar una conclusión que le pareció razonable: eso no era ningún cementerio sino el propio Infierno, su Infierno personal hecho a medida. Cada uno es obsequiado con su propio infiernito, “y he aquí el mío”, pensó. Otra pregunta surgió, después de tanta reflexión: “¿qué van a pensar el día en que a alguien se le ocurra abrir mi cajón, en el cementerio verdadero, y se descubra que mi cuerpo no está ahí? Puede ser que piensen que algún degenerado se lo robó, pero ¿qué importa?”.
Don Ernesto, a quien la muerte había dado una nueva razón para vivir, no se dejó avasallar por las circunstancias. En lugar de eso, dejó el panteón que tantos malos recuerdos le traía y se mudó al llano. Eligió una modesta tumba de un tal Herminio, cavó hasta encontrar el ataúd y se metió en él. Desde ese momento y para siempre, ese fue su hogar.
No importa estar solo, decidió al fin. Lo importante es tener algo que hacer. Y para justificar su nueva filosofía, sembró en la tierra sobre su cajón las flores más lindas que encontró. Durante el día, mientras permanecía enterrado, usaba toda la fuerza de su voluntad para hacer llegar a las plantitas los fluidos de la putrefacción de su cuerpo. Fertilizadas por tan amable alimento, sus nuevas hijitas crecieron sanas y fuertes. Y durante la noche, para no dañarlas, se arrastraba por un túnel que había cavado con sus propias manos, y que salía a la luz justo detrás de la cruz de su nueva morada. Se quedaba sentado las horas durante las en que le estaba permitido estar afuera, mirándolas con amor.
Cuando al fin terminó de volverse loco, les habló y creyó que ellas le contestaban. Les dijo que, ya que había comenzado una nueva vida, cambiaría su nombre a Herminio, para guardar la coherencia. Ellas estuvieron de acuerdo.

RÍO ARRIBA, RÍO ABAJO

Florencio solía ir a nadar al río Paraná Guazú, al borde del cual tenía una casilla donde vivía con su familia. Nadaba mayormente solo, sobre todo en invierno, porque sólo él resistía –y de hecho disfrutaba- el fresco del agua cuando afuera helaba.
Esa saludable afición, sumada a tan extraña resistencia, lo llevó a la tumba. Una mañana de julio, casi antes de que hubiera algo de luz, Florencio se desnudó por completo y se sumergió de cabeza en el Paraná. El frío punzaba en su carne con ansias de agarrotarle el cuerpo, pero a Florencio no le importaba. En cambio, ignorando los designios de la naturaleza, nadó y nadó hasta casi llegar hasta el centro del río, que no es angosto. Una vez allí paró, dejándose llevar por la suave corriente mientras contemplaba la luna, que todavía no se había ido del cielo ya claro.
El calor de adentro, consecuencia del ejercicio, pronto entró en conflicto con el frío de afuera. La naturaleza, a la larga, siempre triunfa sobre la falta de respeto del ser humano. Le dio un calambre en una pierna y, enseguida, otro en la otra.
Imposibilitado ya de cualquier tipo de movimiento natatorio, Florencio se hundió irremediablemente y se ahogó pronto. El río lo arrastró durante todo el día y nadie vio el cadáver: como se ha dicho, el río del que hablamos no es angosto.
Esa noche Florencio despertó, a pesar de no haber sido enterrado. Enseguida supo el destino de quienes mueren ahogados, porque parte de la ley –en particular ésta- vive dormida en nosotros hasta que empieza a resultar útil, es decir, al morir.
Supo, entre otras cosas no tan urgentes, que si se dejaba arrastrar hasta el mar todo estaría perdido. No sólo perdería toda posibilidad de ser encontrado y de tener una existencia apacible de cementerio, sino que además la sal del océano penetraría por todos sus poros, y sería presa de un ardor insoportable hasta que dejara de existir. Florencio no quería eso, así que comenzó a nadar contra la corriente, que si bien era suave, también era persistente e irrefrenable. Sabía que tampoco le estaba permitido salir del río por sus propios medios: el ahogado debe ser rescatado, o nada. Así que nadó sin pausa, y si bien después de algunas horas todos los músculos de su cuerpo protestaban, sabía que en cuanto se acabara la noche también se acabaría la posibilidad de moverse río abajo. Durante el día iba a perder al menos todo el camino recorrido esa noche, y si no se esforzaba quizás perdiera incluso más que eso. Y unos cuantos días así lo llevarían sin remedio al Río de la Plata, y después al mar…
Si algo le sobraba a Florencio era voluntad, y a pesar de sentirse cada vez más en el infierno, pasó casi un mes sin perder un solo metro.
Finalmente, una madrugada fue hallado, reconocido y enterrado como la ley manda. Así que, hinchado como estaba y todo, por las noches rebosaba de alegría y no le importaba que los demás muertos lo miraran como a un rarito: podría decirse que por un buen tiempo –hasta que se deshinchó, más o menos- fue feliz por el mero hecho de saberse liberado de tan cruel destino. Después continuó su pasar sin grandes altibajos, como cualquier muerto decente.

LA LEYENDA DEL MUERTO HAMBRIENTO

Algunas tradiciones aseguran que, cierto día del año, debe uno concurrir al cementerio y depositar alimentos sobre las tumbas de aquellos a quienes hemos enterrado. No todas las personas son creyentes, y más bien pocos ejecutan este rito anual. Quienes sí lo realizan aseguran que la comida no está allí al día siguiente, y como siempre los refutadores sugieren que el cuidador debe haberla tomado. En mi humilde opinión, considero improbable esta última sentencia, ya que todos los cuidadores están más que familiarizados con lo sucedido aquél Día de los Muertos en el cementerio de Luján, y ni siquiera uno se atreve a salir de la oficina mientras la luna ilumina los mausoleos.
Prefiero creer en la siguiente historia, que es justamente en la que se basan las tradiciones antes mencionadas.
En la época de los aztecas, un hecho asombroso conmovió los cimientos de la próspera religión que los sacerdotes comandaban, así como también los del mismísimo Imperio. Los sacrificios humanos eran comunes y bien tolerados, porque los dioses exigían sangre fresca para saciarse y no destruir al mundo. La mañana del día nefasto se procedió como se acostumbraba desde siempre.
La víctima elegida resultó ser un joven hermoso y rebelde, que no adhería a la doctrina –en parte, por ese motivo lo habían elegido-, y que gritaba y rabiaba por la desesperación. Algunos sacerdotes, al ver semejante reacción tan fuera de lugar, se sorprendieron y realizaron, horrorizados, gestos rituales con las manos y la cabeza. Nunca había ocurrido un hecho semejante: nadie, hasta el momento, se había resistido al destino que le había sido impuesto; nadie había protestado ante el veredicto de quienes gobernaban la naturaleza. ¿Qué explicación podía encontrarse frente a tal reacción, si se sabía que las almas sacrificadas serían luego, en el más allá, las más felices (después de las de los sacerdotes, por supuesto)?
- Quieto –dijo uno de ellos. El muchacho, como si hubiera sido hipnotizado, se quedó mirándole un instante. Dejó de gritar. Alguien aprovechó y pasó el filo de la silenciosa daga por su garganta, luego los músculos se distendieron y la cabeza quedó colgando del cuello, inerte.
No lo quemaron: como se dijo, el joven era hermoso, y las mujeres del pueblo exigieron que se lo dejara al aire libre durante algunos días, para que su belleza perdurara un poco más que su vida.
La noche pasó, y al día siguiente todos los sacerdotes del templo estaban muertos, y todos los alimentos que guardaban habían desaparecido. El cadáver no estaba en la pira, donde lo habían dejado: en cambio, lo encontraron tirado en medio del cementerio –donde se enterraba a los muertos comunes-. Los restos de comida estaban esparcidos por todo el lugar.
Al principio incrédulos, después asustados, los aztecas intentaron esclarecer lo que había ocurrido. Llegaron a la conclusión más extraña, pero también más evidente: el joven sacrificado era el culpable de los dos delitos: asesinato y hurto. Quizás sabiendo que los otros muertos tenían tanta hambre como él, y para –al menos por una vez- no devorar a uno de sus compañeros en el submundo, les había llevado algo de comer. Así, todos habían quedado satisfechos. Desde entonces, de vez en cuando les llevaron papas, cebollas, carnes cocidas y licores, y ellos nunca volvieron a molestar.
Por todo esto, se puede entender a la costumbre actual como un acto de compasión: al menos una vez al año, los muertos comen como la gente.

LA VERDADERA INMORTALIDAD

En la época en que finalmente fue posible una isla, cada ser humano que hubiera ofrecido su material genético a la ciencia podía morir tranquilamente, dado que los científicos se encargarían de regenerar su cuerpo, e incluso su memoria, para dar lugar a una nueva existencia, virtualmente idéntica a la anterior.
Fue intenso el debate acerca de la posibilidad de transmisión de la conciencia: muchos opinaron que “todo está en la memoria”, y que si ésta se pudiese conservar (como de hecho ocurrió), no habría pérdida de identidad. Otros, movidos quizás por un residuo de religiosidad agonizante pero persistente, creyeron en la existencia del alma y en su migración hacia las esferas celestes. En este caso, una nueva alma sería misteriosamente añadida al nuevo ser humano, tal y como sucedía en los nacimientos naturales.
He aquí, ilustrado a través de un ejemplo, lo que realmente pasa.
Danilo tenía un perro, que se llamaba Zorrito. Como Danilo era millonario, no sólo generó su propio banco de ADN, sino que también pagó por el de Zorrito, para que al menos él fuera su compañía por toda la eternidad, o hasta que el mundo se acabase. Después, Dios diría, “pero mientras tanto mi astucia y mi dinero me permitirán imponer a mí y sólo a mí las reglas de mi existencia”, pensaba Danilo. “Y a mis científicos de confianza, claro –uno puede faltarle el respeto a Dios que quién sabe si existe, pero hay que estar bien con la ciencia, a ver si todavía se les ocurre dejar de clonarme…-“.
El hecho es que cuando murió Zorrito por primera vez, la regeneración fue un éxito. Claro que no es posible determinar si la conciencia se mantiene en un animal, primero porque nunca fue posible, tampoco, determinar si los animales tienen conciencia. El Zorrito muerto fue incinerado como basura –es sorprendente el poco apego que los vivos demuestran ante el cadáver de un ser que fue clonado-, y el nuevo pronto –muy pronto, demasiado pronto- reemplazó al viejo en el corazón de Danilo. Cómo no creer, viendo pasar el tren de los acontecimientos, que todo iba a estar bien para siempre…
El día en que Danilo murió por primera vez, todavía tenía algunos familiares y conocidos, que asistieron al velatorio y al entierro. Mientras todo eso ocurría, en los laboratorios más sofisticados del mundo estaba naciendo el nuevo Danilo, con una edad de 20 años y una selección de memorias apropiadas a esa edad –hubiera sido trágico que naciera con la memoria del sufrimiento de su muerte anterior, por ejemplo-. Además se le entregaba toda la fortuna de su predecesor, que de alguna manera era él mismo, y un reservorio informático de memorias sólo accesibles de acuerdo a un patrón temporal predeterminado. Un nacimiento ideal, podría decir quien no conoce La Idea.
El viejo Danilo, muerto y enterrado, dio comienzo a su vida en el cementerio esa misma noche, como no podía ser de otra manera. Como cualquier muerto no copiado de antemano, escarbó con sus propias uñas hasta la superficie y recibió el primer baño de luna de su nueva existencia. Qué extraño, pensó, sigo siendo yo mismo… entonces, ¿quién es el otro, mi reemplazo en la vida de los vivos?
Y el nuevo Danilo, el de 20 tiernos añitos, acariciando al tercer Zorrito –porque el segundo también había muerto antes de que el primer Danilo suspirara por última vez- se preguntaba cómo era posible que en él se hubiera conservado la identidad del viejo Danilo. Creyó, de hecho, que se trataba de un milagro inesperado de la ciencia, fruto quizás de la experimentación en terreno desconocido. Siendo que Danilo no había sido el primer clon humano, este hecho ya era suficientemente conocido, pero así y todo a él le pareció sorprendente y hasta místico. No sabía, por supuesto, que el Danilo muerto también tenía esa misma conciencia de sí mismo, pero tampoco le habría preocupado si se hubiera enterado: él estaba muy contento con su propia identidad recobrada.
En cambio, el Danilo muerto, quizás debido a que contaba con más tiempo libre, pasó horas intentando dilucidar el misterio. En vida, era de los partidarios de la “trasmigración del alma”, por así decirlo, a la nueva encarnación, por lo que le resultaba chocante saber que su conciencia permanecía con él. Es bueno seguir siendo uno mismo, pensaba con resignación, pero sería mejor serlo en un cuerpo vivo… Todo esto lo pensaba el Danilo difunto sin saber que, de hecho, también las cosas eran como él hubiera pretendido que fueran.
Así es que, por extravagante e irracional que pudiere parecer, la clonación multiplica, además, las identidades. El Yo deja de tener el sentido habitual, y un mismo Yo puede terminar contenido en dos, tres o miles de cuerpos, a lo largo del tiempo y las sucesivas muertes de las sucesivas encarnaciones.
Durante los milenios que siguieron, sólo un Danilo fue feliz cada vez: el Danilo vivo. Todos los demás –que eran uno solo entre ellos y con la última clonación-, los que salían de la tierra cada noche, nunca pudieron dejar de pensar que lo que habían hecho era aborrecible y erróneo, porque –creían ellos- no tenía nada que ver con la inmortalidad que les habían prometido.
Zorrito siempre fue uno y feliz porque quemaban sus restos como basura.

PAULINA

Una mujer de la calle murió una noche, sola en la cama de su pocilga. Había atendido a uno de sus “clientes”: el hombre pagó y se fue. Ella debía continuar con su trabajo, volver a caminar y a hacerse encontrar, pero esa vez no pudo levantarse. Fue hallada al día siguiente, desnuda y sucia. Y muerta, claro.
Se llamaba como el hombre quisiera, pero ella se sabía Paulina. De alguna forma, su vocación era el servicio.
Es sabido que la muerte cambia los destinos. Poco pudo hacer, sin embargo, contra la voluntad innata de Paulina. Había sido enterrada en el suelo, en el lugar de los pobres. Un muerto amigo, que había sido rico, poseía un mausoleo amplio, y una noche, cada uno ya fuera de su ataúd, Paulina logró convencerlo para que le permitiera usarlo para atender.
Era menester improvisar algunas mejoras: le ayudaron a construir, con piedras y madera, una mesa y dos sillas. Para que el lugar se convirtiera en el perfecto lupanar de los muertos, instaló una lucecita roja en la entrada.
Todas las noches, hombres y mujeres se reunían en la puerta y esperaban su turno, y mientras tanto hablaban de Paulina.
- Es encantadora- decía uno. – Ayer me encontraba muy triste, y ella me devolvió la sonrisa-. Esta expresión era sólo una metáfora, ya que no le quedaban labios para sonreír.
- A mí –comentó una anciana con poco pelo- me contó un cuento de hadas.
Si bien la muerte no había podido torcer el espíritu de servicio de Paulina, había dejado su huella. Ya no complacía a la gente como antes, a través de su cuerpo, sino con sus palabras. Ahora alegraba el alma y no la carne. Y hasta se podría pensar, en definitiva, que su destino sí había sido invertido.
Uno que había sido psicoanalista le dijo:
- Algo parecido hacía yo, pero no daba resultado tan rápidamente.
Paulina no dejó su trabajo hasta el día en que la arrojaron a la fosa común, muchos años después. Nadie sabe si ella también era feliz, o si sólo existía para los demás, por alguna ineludible obligación que su destino le había impuesto.

EL AHORCADO

¡Ay, de aquellos tiempos en que la justicia bien entendida regía como ley! Cuando la regla era usar la propia mano para ejercitar la venganza, las colgaduras abundaban. En las regiones campestres sobre todo, donde difícilmente alguien se acercara a recogerlos a la brevedad, los ahorcados, balanceándose con la brisa y pudriéndose envueltos en la sombra de un árbol, eran moneda más que corriente.
Cualquiera diría que un muerto semejante, que no sólo no fue llevado a un cementerio, sino que para peor ni siquiera yace enterrado bajo tierra, no puede ni debe merecer el destino de los muertos bienhadados; los que, como corresponde, son velados y depositados en tumbas o mausoleos comprados y erigidos para tal fin. Un muerto externo, se podría llegar a creer, no puede despertar por el mero hecho de no encontrarse en los confines del camposanto.
Pues bien: que el siguiente caso sirva para demostrar, de una vez y para siempre, que los ahorcados, y en general todas aquellas víctimas de muertes excesivamente violentas, también viven, incluso en el descampado exterior, la vida después de la muerte… más allá de que se trate de una vida que nadie quisiera sufrir.
El ahorcado de quien hablaremos había robado no se sabe bien qué cosa de una estancia, propiedad de un viejo resentido y de su hijo sanguinario. El pobre tipo fue avistado en el momento del escape, que desgraciadamente –para él- fue truncado por un hachazo bien apuntado y lanzado por el recién mencionado hijo sanguinario. El arma hizo blanco en la pantorrilla derecha y logró sin esfuerzo que el ladronzuelo dejara de correr, cayera al piso y ya nunca más se levantara por cuenta propia. De hecho, quien lo levantó fue el hijo sanguinario bajo la resentida mirada del viejo, quien a pesar de la lentitud que le conferían su bastón y su artritis ya se había acercado a la escena del crimen. Sin decir palabra, el viejo le hizo saber al hijo que al desgraciado había que colgarlo en el roble del fondo, el de ramas gruesas que aguantarían el peso y el tirón. Así se hizo, sin demoras innecesarias que podrían ser pintorescas en una de esas películas, pero no aquí.
Lo dejaron colgado y se fueron. Estuvo agonizando unas cuantas horas, y al final se murió.
Lo que sucedió a continuación no lo vieron ni el viejo ni el hijo, quienes murieron brevemente después del ritual a causa de la explosión provocada por una no percibida pérdida de gas y un fósforo encendido en el peor de los momentos. No nos ocuparemos de sus muertes ahora, aunque bien lo merecerían ya que quienes mueren despedazados por una explosión tienen un destino bien particular e interesante, más quizás que el de quienes mueren ahorcados y no son enterrados, pero ya que estábamos hablando del ahorcado, terminemos con el ahorcado y dejemos a los estallados para otra ocasión.
El hecho es que el cuerpo colgado se encuentra unido a un ser vivo con precisamente el elemento que causó su muerte. Por eso el caso de los ahorcados es tan particular, y rara vez se ve en otros tipos de muertes: ese vínculo fatal hace que el alma del muerto migre hacia el ser vivo al que está unido.
Siendo así como suceden las cosas, el espíritu comenzó a fluir en las corrientes de salvia y clorofila que circulaban por el viejo roble. Durante el día permaneció dormido, como sucede con todos los muertos de ley, pero apenas desaparecieron las últimas luces –salvo las luces malas, que se prendieron recién entonces-, el ahorcado despertó… y se encontró vivo, vivo como nunca hubiera pensado que podría volver a estar… pero preso. Y preso de una manera espantosa: sin vista, cuando tan acostumbrado estaba a ver; sin tacto, cuando tan acostumbrado estaba a sentir; sin olfato… bueno, se entiende cómo sigue. El peor sufrimiento de todos residía en el hecho de que no podía moverse. La voluntad estaba intacta, pero el nuevo cuerpo no respondía.
Era como estar encerrado en un ataúd, enterrado… pero vivo. Incluso peor: el pobre hombre ni siquiera podía descargarse golpeando o golpeándose: ahora sus brazos, inmóviles, sólo servían para sostener pajaritos y a su antiguo cuerpo hasta que se pudriera del todo y los huesos, ya sin sostén, cayeran al piso para allí convertirse en polvo de a poco.
Cada noche fue una eternidad de sufrimiento.
Y los robles son fuertes y por desgracia viven una eternidad…

IN MEMORIAM

El cementerio no difiere mucho del mundo de los vivos en lo que se refiere a condominios y alquileres. Un muerto puede ocupar su tumba a lo largo de ochenta años, como máximo, y esto sólo si sus familiares abonan puntualmente las tarifas. Transcurrido ese tiempo, los restos son generalmente arrojados a la fosa común, aunque frente a pedidos especiales, algunos son incinerados y sus cenizas se arrojan al mar en medio de una gran ceremonia; otros, como Bernardina, también tratados por medio del fuego, reposan en cofres metálicos, en el cementerio o en el hogar de algún descendiente, y en éste último caso sirven para asustar a los niños.
El muerto de este relato, que se llamaba Humberto, hizo el pedido más especial de todos. En su testamento estableció su deseo: que las cenizas a las que se redujese su cuerpo fueran esparcidas sobre el cementerio. Así se hizo, y su presencia se desparramó entre los mármoles y el granito. Ese día, después de que las puertas se cerraran para los visitantes, una brisa tibia acarició las hojas de los árboles y levantó el polvo. Humberto se mezcló con el aire y, como un alma errante, vagó entre los imponentes mausoleos; y otra parte de él recorrió el laberinto de los sepulcros rastreros y humildes. Poco después, cuando fue el momento en que los muertos salen de sus tumbas para caminar y charlar, muchas partículas de polvo quedaron sobre cada uno de ellos.
Como consecuencia de estos hechos ocurrieron otros, más notables: primero, todos recordaron con gran pena a Humberto, uno de los más viejos entre ellos; el más respetable, el más frágil y el más sabio. Muchos derramaron lágrimas heladas. Se reunieron alrededor de su antigua residencia y susurraron una canción de despedida. Nunca antes habían estado todos juntos.
Con el tiempo, ese germen, como un virus, se desarrolló, y llegó el día en que todos fueron Humberto. Mientras subsistió esa generación reinó el aburrimiento. No tenían nada que decirse, y deambulaban en silencio. El tedio llegó a ser tan profundo que, algunas semanas después del ritual de Humberto, ya ni siquiera sentían ganas de salir del ataúd.
No puede negarse el hecho de que todos ganaron en sabiduría, si bien la guardaron en su corazón y no pudieron compartirla con nadie; también es cierto que esa sabiduría trajo consigo el hastío, la tristeza y la desolación. He aquí una clarísima diferencia entre el mundo de los muertos y el nuestro.

MUERTE EN FAMILIA

El incidente ocurrió un domingo por la tarde, cuando la familia volvía del habitual picnic campestre. Los niños viajaban en el asiento trasero del automóvil, y a pesar del cansancio debido a todo un día de travesuras al aire libre, seguían jugando bajo la restricción del cinturón de seguridad. Eran dos pequeñuelos: un pequeñuelo y una pequeñuela. El primero, Adán, de cuatro años, inició el desafío: Aldana, la niña, de seis años, debía identificar el objeto que Adán había elegido, y del cual comunicaba únicamente el color. La regla era que los objetos debían encontrarse fuera del automóvil, y la dificultad del juego radicaba en que la velocidad del vehículo exigía una gran capacidad de atención de quien debía adivinar. De esta manera se entretenían durante el viaje de vuelta a casa, que duraba como mucho una hora, o más.
Aldana presintió antes que nadie, a pesar de su corta edad, lo que iba a pasar, y no porque contase con una intuición más desarrollada que el resto: simplemente porque estaba tratando de decidir el color de un cartel en la ya casi penumbra del atardecer, cuando una luz cada vez más potente comenzó a diluir los colores del mundo en un único océano de blanco cegador.
El hecho es que un camión se les venía encima, de frente, a toda velocidad, y como los papis estaban discutiendo, como de costumbre al final de cada fin de semana, papá no vio a tiempo el peligro. El camión arrasó con el automóvil, con todo su equipaje y con la vida de todos los miembros de la familia. Sólo se salvó el gato que viajaba en el regazo de mamá.
Los cuerpos, milagrosamente, se mantuvieron bastante intactos durante y después del accidente. La suerte quiso que, entre trámites judiciales y nadie que los reclamara, cada uno fuera enterrado en un cementerio diferente.

I. ADÁN
Cuando el pequeño despertó, su mente se vio agobiada de repente por la cantidad de conocimientos nuevos, las reglas que todo muerto debe conocer. La capacidad de razonar y de retener conceptos de un niño de cuatro años es limitada, tanto en la vida como en la muerte. Adán no podía ser capaz de comprender todo lo que ahora sabía.
Una sola cosa se imponía ante la pesada carga de su nueva sabiduría: extrañaba a su mamá, a su papá y a su hermanita. Los extrañaba tanto, que deseaba con todas sus fuerzas poder reunirse con ellos. Sabía que no estaban allí con él, porque si así hubiese sido, ya habrían gritado su nombre para encontrarlo. Eso lo sabía.
En el mismo cementerio habían sido enterrados varios niños pequeños, y Adán, después de hablar con ellos, aceptó con resignación el hecho de que no extrañaran a sus familias y de que no sintieran deseos de volver a verlas. Él era el único. Aún no lograba comprender el motivo, pero cada minuto que pasaba, el dolor por la ausencia de los otros se hacía más intenso.
II. ALDANA
La pequeña había sido siempre la princesita de la familia. Primogénita y niña, papá nunca dejaba de alabar su belleza, su simpatía y su inteligencia. Desde el nacimiento de Adán, siempre que alguna ocasión ameritara regalos para ambos, papá se las ingeniaba para que existiera una sutil pero perceptible diferencia cualitativa entre los que recibía ella y los del hermanito menor. Los reproches de mamá ante estas situaciones nunca tenían el peso suficiente como para hacer pensar que ella no estaba, en el fondo, de acuerdo con papá.
Adán, quien murió muy joven, nunca llegó a percibir esta preferencia. Pero Aldana creció siendo la mocosa consentida caprichosa de la casa.
Cuando despertó en el cementerio la noche después del accidente, Aldana exigió que sus padres y su hermano estuvieran allí. Sabía que no estaban, pero había algo que, dada su tremenda ofuscación, no terminaba de comprender, y que le decía que no podía tolerar que no estuvieran. De una manera o de otra, debían estar allí, con ella. Y sin embargo no estaban.
Aldana estaba acostumbrada a que todos hicieran todo por ella, y por eso comenzó a llorar y a demandar a gritos la presencia del resto de su familia. Nadie a su alrededor le hizo ningún caso, porque si hay algo que los difuntos no toleran es el capricho de un niño recién muerto.
Si hubiera cejado en su empeño de exigir lo imposible, al menos habría logrado hacer lugar en su razón para comprender lo que las reglas, ya impresas en su cerebro, le decían. Fácilmente habría entendido el por qué de su situación actual y el remedio para la misma. Pero su educación había sido tan deplorable que no podía hacer otra cosa.
Así pasó la primera noche de muerta de Aldana, a grito pelado pero rodeada de oídos sordos…
III. MAMÁ
El primer pensamiento de mamá al despertar fue el destino de su hijo Adán. Extrañamente, ahora se daba cuenta de que Adán era su preferido, y que si en vida había secundado a papá en su predilección por la niña, el gran amor de su vida y de su muerte era el pequeñín con pitulín.
De todas maneras, el segundo pensamiento fue Aldana, y la preocupación por ambos a la vez fue su tercer pensamiento. Papá vino después. En definitiva, mamá terminó preocupada por toda su familia casi por igual. A diferencia de sus hijos, sabía que al haber muerto juntos, debían, de acuerdo a las reglas, pasar toda su muerte también juntos, y el hecho de saberse sola en el cementerio en que se encontraba, separada del resto de su familia –porque no lograba darse cuenta de que cada uno de ellos estaba, también, aislado del resto: creía que sólo ella había sido segregada- precipitó una serie de pensamientos en su agitada mente que la llevaron más allá de toda posible acción.
Pensó –y mientras pensaba la embargaba una desesperación cada vez más intensa- en que la culpa de todo la tenía su marido. Siempre dispuesto a discutir por cualquier nimiedad, al punto de llevar a su familia a una muerte espantosa. ¡De milagro conservaba su cuerpo casi intacto! Podría haber sido despedazada y ahí sí, adiós vida después de la muerte –pensaba ella-.
Ahora bien, ¿y los demás? ¿Y si los niños sí habían quedado destrozados? ¡Entonces nunca jamás podría reunirse con ellos! –pensaba ella. La desesperación, que ya nublaba su raciocinio, mezclaba ideas, reglas, emociones y pensamientos-.
Pero por más que intentaba odiar a papá por la desgracia en que los había hundido a todos, no podía hacerlo. Sólo deseaba estar con él, estar con los niños, porque así debía ser… y no atinaba a darse cuenta de cómo lograrlo.
Si tan sólo hubiera sido capaz de no ofuscarse tan rápidamente, y de no perder de vista las reglas por tan insensato ataque de locura…
IV. PAPÁ
El resto de lucidez que requería la familia para volver a unirse lo tenía papá, el hombre y el cerebro de la familia. Aunque en vida había sido más bien iracundo e irracional, la muerte le había otorgado un don inesperado, como muchas veces sucede: le había permitido pensar con imperturbable claridad. Ahora, recién salido de su ataúd y saboreando la libertad que la intemperie le regalaba, se preparó para dejar el cementerio para buscar a los demás. Sólo él, de los cuatro, supo ver que la familia que muere en un mismo momento, permanece inseparable durante toda la muerte. Ante esto las demás reglas se suspenden, y sólo vuelven a aplicarse cuando la familia se reúne efectivamente y para siempre.
Papá saltó el paredón que separaba al mundo del los muertos del de los vivos, y emprendió su marcha tambaleante hacia los otros tres cementerios. Si bien estaban todos en la ciudad, dos de ellos se encontraban en las afueras. Así que en primer lugar fue al más cercano, donde se hallaba su esposa.
Mamá, al ver llegar a papá, ahogó todo resentimiento y, ya viendo con claridad, tomó su mano y salieron, juntos, a buscar a los niños. Ya estaba amaneciendo, pero las reglas estaban suspendidas para ellos, y pudieron continuar su camino.
Las personas que los veían pasar sufrieron todo tipo de ataques: de pánico, al corazón y de locura. Fue una de las pocas veces en que los muertos circularon libremente entre los vivos.
Recogieron a la niña, y los tres juntos fueron a encontrarse con Adán, el niño, que después de haber pasado la noche lleno de dolor, y ya resignado a que nada cambiaría, había vuelto a sumergirse en su pequeño ataúd debajo de la tierra.
En cuanto los tres llegaron al sitio donde Adán estaba enterrado, y habiendo cumplido su misión, se desplomaron, inertes, en el suelo del cementerio, ya cerca del mediodía.
V. LA FAMILIA UNIDA
Les cavaron tumbas precarias e incluso lejanas una de otra: nadie tenía por qué suponer que los tres cuerpos y el niño eran parte de la misma familia. Pero al menos desde ese momento pudieron reunirse todas las noches para pasar los mejores momentos de la otra vida todos juntos.