domingo, 4 de octubre de 2009

LAS DOS ALMAS

La entrada de un hombre vivo en el cementerio, siempre que ocurra después del atardecer, presagia algún hecho atroz. Rubén había sido víctima de una apuesta, que falló en su contra, y no le quedó más alternativa que escalar el muro lateral –evitando así, de paso, la ira rotunda del cuidador-. Guiado por la luz de la luna, caminó al azar hasta que se topó con una sepultura. Parecía fresca: la tierra estaba removida, húmeda y virgen de malezas y de hojas.
El muerto que ocupaba aquella tumba había sido enterrado el día anterior. Había sido llorado, y su alma buena había partido, liviana y pura, hacia el Paraíso. El alma mala, como se sabe, no sale del cuerpo tan rápidamente como la otra: permanece escondida en lo más hondo del hígado, temerosa del mundo que le espera. Desea seguir viviendo, y sólo se va cuando el encierro oscuro la colma de aburrimiento. Por lo general, su mismo peso, libre de la atadura corporal, hace que precipite hasta el Infierno; sin embargo, algunas veces ocurren cosas diferentes.
Rubén escarbó y llegó, finalmente, al ataúd: abrirlo sin hacer ruido resultó arduo y llevó su tiempo. El alma mala sintió movimiento cerca de sí y se asustó –porque todos los vicios, incluso la cobardía, habitaban en ella-. Luego, al entrever su oportunidad, se preparó para saltar.
El muerto no se movió mientras el desdichado cortaba y separaba los ojos de la carne; pero el alma invisible entró en Rubén. Allí se encontró con su gemela oscura, y con la opuesta de ambas, la esencia bienaventurada de Rubén. A la primera la derrotó, porque era más fuerte, y la arrojó al fuego. A la otra, y por un mero afán de molestar, también la echó: el cuerpo, entonces, fue su dominio.
Rubén llevó los ojos podridos, los expuso ante sus amigos –que murmuraron asombrados- y después los mató a todos. Terminó sus días en la cárcel y murió sin arrepentirse.

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