La entrada de un hombre vivo en el cementerio, siempre que ocurra después del atardecer, presagia algún hecho atroz. Rubén había sido víctima de una apuesta, que falló en su contra, y no le quedó más alternativa que escalar el muro lateral –evitando así, de paso, la ira rotunda del cuidador-. Guiado por la luz de la luna, caminó al azar hasta que se topó con una sepultura. Parecía fresca: la tierra estaba removida, húmeda y virgen de malezas y de hojas.
El muerto que ocupaba aquella tumba había sido enterrado el día anterior. Había sido llorado, y su alma buena había partido, liviana y pura, hacia el Paraíso. El alma mala, como se sabe, no sale del cuerpo tan rápidamente como la otra: permanece escondida en lo más hondo del hígado, temerosa del mundo que le espera. Desea seguir viviendo, y sólo se va cuando el encierro oscuro la colma de aburrimiento. Por lo general, su mismo peso, libre de la atadura corporal, hace que precipite hasta el Infierno; sin embargo, algunas veces ocurren cosas diferentes.
Rubén escarbó y llegó, finalmente, al ataúd: abrirlo sin hacer ruido resultó arduo y llevó su tiempo. El alma mala sintió movimiento cerca de sí y se asustó –porque todos los vicios, incluso la cobardía, habitaban en ella-. Luego, al entrever su oportunidad, se preparó para saltar.
El muerto no se movió mientras el desdichado cortaba y separaba los ojos de la carne; pero el alma invisible entró en Rubén. Allí se encontró con su gemela oscura, y con la opuesta de ambas, la esencia bienaventurada de Rubén. A la primera la derrotó, porque era más fuerte, y la arrojó al fuego. A la otra, y por un mero afán de molestar, también la echó: el cuerpo, entonces, fue su dominio.
Rubén llevó los ojos podridos, los expuso ante sus amigos –que murmuraron asombrados- y después los mató a todos. Terminó sus días en la cárcel y murió sin arrepentirse.
domingo, 4 de octubre de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario