domingo, 4 de octubre de 2009

EL PUEBLO QUE MURIÓ DE PRONTO

Casi como en una novela de ficción, un día de tantos, uno de esos tantos virus contagió a todo el pueblo de Biclarsia y todos sus habitantes murieron de pronto, porque el virus era fulminante.
¿Qué pasa en un pueblo cuando mueren todos y no queda nadie para enterrarlos en el cementerio? Si bien el resultado final depende de si en el pueblo hay o no cementerio, podemos suponer que en la mayoría sí lo hay, y tomar el caso de Biclarsia como un ejemplo ilustrativo de la regla general.
Así que, de un momento al otro, todos los que en Biclarsia estaban vivos, estuvieron muertos. Tirados en el medio de la calle o en las veredas, empapelando el suelo con su carne helada. Sentados en el inodoro, mezclando el clásico aroma con el nuevo de la podredumbre. Mujeres desparramadas en la cocina, con el horno prendido y una torta quemada en cocción perpetua. Los chicos en el jardín de infantes, en ronda jugando al Huevo Podrido, ya incapaces de darse cuenta de que los podridos pronto serían ellos… Todos los conductores de automóviles habiendo sufrido inevitables choques, producto de la falta de control que trae la muerte. Miles y miles de muertos –Biclarsia contaba con una población interesante-, muchos vergonzosamente expuestos en la vía pública, pero sin nadie ante quien avergonzarse por semejante final, tan ridículo, tan fatalmente final que a nadie dio tiempo de prepararse. Sin ataúdes suficientes, pero sobre todo sin sepultureros -esas personas que, siempre caminando en el borde entre la vida y la muerte, no por eso habían estado menos vivos, y por lo tanto sujetos tanto como cualquiera a la catástrofe-.
Todo el resto de ese día pasó en silencio. Ante semejante espectáculo, ni siquiera el viento se atrevió a susurrar entre los árboles. En cambio, por la noche la calma sucumbió ante una agitación inesperada.
Sucede que, cuando perecen todos los habitantes de un pueblo, se produce una perturbación en las leyes de la vida y de la muerte. La Naturaleza tiende siempre a defender la supervivencia por sobre cualquier otra cosa, y siendo que lo que había ocurrido en Biclarsia era aberrante, se pretendió curar esa aberración con otra mayor: reanimando al pueblo entero.
Y si bien es extremadamente raro que la vida se entremezcle con la muerte, sobre todo en el terreno de esta última –el cementerio-, en casos como el de Biclarsia, frente a la desesperación y el vació que provoca la ausencia de vida, la Naturaleza permite que los moradores del cementerio pasen a poblar el mundo de los vivos.
La noche posterior al día de la muerte de Biclarsia, los muertos que se levantaron de sus tumbas, enterados ya de lo que había pasado y conocedores de las reglas, se apresuraron hacia la salida del cementerio e invadieron las calles de Biclarsia. Fue una invasión pacífica, tranquila: los muertos vivos recorrieron los cadáveres de los muertos muertos, buscando en primer lugar a los familiares de cada uno. Con una tristeza no del todo sincera, siendo que los embargaba la inesperada alegría de estar sueltos de vuelta, y sobre todo ya no más sujetos a las leyes del despertar nocturno y la inconsciencia diurna, los nuevos habitantes de Biclarsia llevaron a cada uno de los cadáveres al cementerio, y los hicieron reposar en los nichos, ataúdes y criptas donde, hasta esa noche, ellos mismos habían descansado en paz.
Desde entonces, los muertos viven en Biclarsia simulando estar verdaderamente vivos: van a trabajar, manejan dinero y, en la medida de sus posibilidades –ya que a muchos los miembros no les responden como antes- conducen automóviles y practican deportes. Por las noches, cuando se disponen a recostarse y descansar en las camas que sus fallidos herederos involuntariamente les legaron, piensan en los que ahora habitan en el cementerio, en lugar de ellos. Y se cuidan de mantenerse siempre bien lejos de ese lugar, porque a casi todos les trae malos recuerdos y un poco de culpa.

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