domingo, 4 de octubre de 2009

EL MUERTO INSOMNE

Adolfo Funes, el eminente historiador del siglo pasado, murió en soledad y agobiado por el peso de muchos años inútiles de vejez vacía de sentido. Memorioso como pocos, había logrado establecer un sistema para la concepción de la Historia que muchos admiraron, y que se basaba en las interrelaciones de distintos períodos del pasado con el devenir actual de los acontecimientos. Como lograba pensar en todos los hechos al mismo tiempo, su capacidad de análisis era asombrosa. Luego, cuando la jubilación y la ceguera le cayeron encima, dejó de ejercer su profesión y fue cayendo de a poco en el olvido. Su memoria, extrañamente, no sufrió alteraciones con el paso de los años, y hasta el último instante fue capaz de recordar incluso la primera palabra que había pronunciado: mamá.
No puede decirse, como de casi todos los demás muertos, que Adolfo haya despertado la noche siguiente a su entierro. El hecho es que nunca perdió la conciencia. Murió, claro, pero en su caso la muerte fue más un quiebre que un final.
El caso de Adolfo es casi único, y se podría explicar por la extraña contextura de su mente: la tremenda cantidad de conexiones neuronales, que en vida le habían convertido en un prodigio, ahora se resistían a dejar de funcionar y lo mantenían en una vigilia perpetua.
Adolfo, un instante después de morir, sabía que había muerto pero que su destino era diferente al de los demás. Plenamente despierto pero sin poder moverse, dentro de su cuerpo inerte el espíritu se agitaba con creciente desesperación. ¿Iba a permanecer en ese estado para siempre? La respuesta, como él bien sabía, era que sí. Mientras su cuerpo no terminase de descomponerse, Adolfo no tendría reposo.
Como todos los muertos, por las noches era libre de vagar por el cementerio y de entretenerse con los demás. Pero a la hora de volver al cajón, Adolfo no podía dormirse. Presa de un encierro involuntario e incapaz de moverse durante el día, el desafortunado muerto insomne pasó sus horas de vigilia como un paralítico en su lecho: totalmente inmóvil, sin poder siquiera ver a su alrededor –y no sólo por la oscuridad de la tumba, sino porque sus ojos, como el resto de su cuerpo, no funcionaban durante el día; sólo su mente permanecía activa-, y ocupado en la única actividad posible: la memoria. Minuciosamente, con toda la intención y el esfuerzo de que era capaz, se dedicó a reproducir, instante a instante, cada momento de su vida anterior. Con esto logró mantenerse ocupado durante años, y la desesperación del aburrimiento inevitable no pudo con él.
Así, Adolfo finalmente alcanzó la paz, reviviendo su vida de vivo durante el día, y viviendo su vida de muerto por las noches. Para cuando su cuerpo muerto ya no pudo sostenerse por más tiempo, había vuelto a vivirse por completo, y su esencia desapareció con absoluta serenidad.

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