domingo, 4 de octubre de 2009

EL DUELO

En ningún cementerio falta el compadrito que se la da de jefe y se la pasa buscando pelea. Es conocido, por su fama y por su historia, el negro Antúnez, de Chacarita. Él había sido, en vida, muy cobarde; la muerte muchas veces invierte drásticamente los destinos. Cuando se paseaba por los pasillitos que separan las filas de tumbas, los cadáveres salían y lo saludaban. Nadie se cruzaba en su camino: su sola presencia inspiraba el más increíble de los miedos. Si alguien del exterior osaba profanar algún ataúd de ese cementerio, era él quien incitaba a los demás para tomar venganza, y el nuevo muerto –el profanador frustrado- se unía irremediablemente a sus filas.
Un día murió un hombre aún más cobarde que el negro Antúnez. La muerte obró en él una transformación similar, y después del entierro llegó a ser tan valiente que, al poco tiempo, desafió al viejo mandamás.
Esa noche ocurrió la primera pelea entre muertos desde que se tenía memoria. La autoridad del caudillo era indiscutible y a nadie se le hubiera ocurrido la idea de un enfrentamiento, sobre todo porque las consecuencias eran impredecibles.
Consiguieron cuchillos y pelearon, bajo un cielo sin luna y nublado. Los espectadores guardaban silencio, y sólo se murmuraba después de alguna estocada peligrosa.
El nuevo era mejor: tenía aún menos miedo y, dada su juventud, más habilidad que el negro. Un corte profundo en el pecho del torpe adversario marcó la victoria.
En un vivo, semejante herida habría causado una muerte inmediata; Antúnez, derrotado, ni siquiera contaba con esa dignidad. El tajo no podía cicatrizar, debería llevarlo encima suyo hasta que se descompusiera. Sin embargo, y a pesar de que no le era posible dejar de existir, desde ese momento su vitalidad se fue escurriendo, como lo hubiera hecho la sangre a través de tan ingrata llaga. Antúnez notaba cada vez más cómo sus brazos y sus piernas se negaban a responder a las órdenes que pretendía darles.
Al final, sin haber podido vencer su humillación, se retiró definitivamente a su cajón, a esperar hasta que el cuerpo se paralizara del todo.
El nuevo jefe se hace llamar “el flaco Castrovilla”. Ya llegará, esperamos, el guapo que desafíe, también, su caciquismo.

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