domingo, 4 de octubre de 2009

EL JARDINCITO

Pobre, Don Ernesto, ya no tenía ningún familiar con vida. Todos habían fallecido mucho antes que él, años antes, incluso sus dos hijos. En la guerra.
Don Ernesto no quería estar solo. Demasiados años sentado en su sillita, sin voces a su alrededor, sin saber ya con qué llenar sus pensamientos. Hubiera querido el correteo de nietitos a su alrededor, la charla sobre estrategia militar con sus hijos, incluso la cena en silencio con su esposa o el sonido de los golpes en la puerta, aunque no fuera nadie más que el lechero… alguna palabra que interrumpiera el largo vacío de su espíritu. Pero nunca vino nadie.
Se le hizo pesada la vida, en el último tiempo. Pensó en pegarse un tiro pero no tenía armas a mano. Era humilde y no se le ocurrió otra forma de matarse, y tampoco conocía a nadie que pudiera aconsejarle sobre este asunto. Más adelante supo de la leyenda del suicida y desistió por completo de intentar cualquier cosa. Hasta tenía miedo de desearlo, no fuera a ser que el sátiro pudiera leerle la mente y decidiera que, aún sin haber consumado el hecho, debía ser castigado. No, Don Ernesto quería una eternidad tranquila.
Pero la Justicia es ineludible: todo se ve, todo se sabe. De una forma o de otra, todos reciben lo que merecen. Cuando Don Ernesto murió por fin sintió un gran alivio, y eso no era lo correcto: era casi como haberse suicidado usando a la resignación como arma. El que esté muriéndose debe aferrarse a la vida, dicen las leyes.
Suponía que la muerte volvería a reunirlo con los que había perdido hacía tanto tiempo. Fue decidido que el castigo por su forma insulsa de morir sería la eterna soledad.
Lo enterraron en el panteón familiar, cerca de sus muertos. La primera noche Don Ernesto salió, ansioso por verlos, pero solamente encontró oscuridad y silencio. El mismo silencio, podría haber pensado él, de todo este tiempo de soledad. Lleno de dudas, abrió la puerta del panteón, salió y accedió al sector de las tumbas rastreras: tampoco por allí había movimiento, ni siquiera el sonido del viento en los árboles. Ni siquiera los grillos que acompañan los cánticos de medianoche.
Se preguntó cómo podía ser. Sabía de alguna manera que habría encuentros, charlas, ataques a cuidadores o a intrusos… pero él no veía nada de todo eso. Recorrió todo el cementerio y no encontró ni una tumba abierta, ninguna losa corrida y nada de tierra removida. Era como si nunca hubiera existido todo lo que él venía anhelando.
Caminó hasta la casilla del cuidador, creyendo ingenuamente que al menos él podría explicarle lo que pasaba. Pero en la casilla no había nadie. La luz estaba encendida, el diario estaba abierto en la página de policiales, pero el cuidador no estaba, a pesar de que era el Día de los Muertos. Tampoco estaba en ninguna otra parte, ya que Don Ernesto se había asegurado de inspeccionar todos los recovecos. Y no podía haber abandonado el cementerio: al mirar a través de la cerca vio que lo que debían ser los alrededores tenían la consistencia de un espejismo. Las casas parecían estar ahí, pero sin embargo no estaban. Las calles parecían sólidas, pero el engaño se evidenciaba fácilmente: el macizo asfalto ondeaba como atravesado por oleadas de calor. Don Ernesto pensó que aquella visión le recordaba las alfombras mágicas de Las Noches de Arabia. Su corazón se llenó de melancolía. Finalmente, el detalle más conmovedor: la noche, si bien oscura como correspondía, estaba velada por un tinte rojizo, y no había luna ni estrellas.
Al borde de una desesperada resignación, Don Ernesto volvió a su panteón y forzó los ataúdes de sus familiares. Comenzó por el de su esposa, y con amagues de lágrimas cayendo por las resecas mejillas, se dio cuenta de que el cadáver no estaba. El interior del cajón, impecable, parecía nunca haber alojado a ninguna criatura. Lo mismo descubrió en los de sus hijos. Estaba, otra vez, completamente solo.
Podría haber enloquecido por el dolor, pero en lugar de eso prefirió ocuparse de entender qué estaba pasando. Así que se tendió en su ataúd, cerró la tapa y meditó durante muchos días. La cuestión era: ¿cómo podía ser que el cementerio, que existía desde hacía cientos de años y que era el lugar donde habían sido enterradas todas las personas que había conocido, estuviera vacío? ¿Por qué la ciudad se desfiguraba cuando la miraba fijo?
A los pocos meses llegó a elaborar una conclusión que le pareció razonable: eso no era ningún cementerio sino el propio Infierno, su Infierno personal hecho a medida. Cada uno es obsequiado con su propio infiernito, “y he aquí el mío”, pensó. Otra pregunta surgió, después de tanta reflexión: “¿qué van a pensar el día en que a alguien se le ocurra abrir mi cajón, en el cementerio verdadero, y se descubra que mi cuerpo no está ahí? Puede ser que piensen que algún degenerado se lo robó, pero ¿qué importa?”.
Don Ernesto, a quien la muerte había dado una nueva razón para vivir, no se dejó avasallar por las circunstancias. En lugar de eso, dejó el panteón que tantos malos recuerdos le traía y se mudó al llano. Eligió una modesta tumba de un tal Herminio, cavó hasta encontrar el ataúd y se metió en él. Desde ese momento y para siempre, ese fue su hogar.
No importa estar solo, decidió al fin. Lo importante es tener algo que hacer. Y para justificar su nueva filosofía, sembró en la tierra sobre su cajón las flores más lindas que encontró. Durante el día, mientras permanecía enterrado, usaba toda la fuerza de su voluntad para hacer llegar a las plantitas los fluidos de la putrefacción de su cuerpo. Fertilizadas por tan amable alimento, sus nuevas hijitas crecieron sanas y fuertes. Y durante la noche, para no dañarlas, se arrastraba por un túnel que había cavado con sus propias manos, y que salía a la luz justo detrás de la cruz de su nueva morada. Se quedaba sentado las horas durante las en que le estaba permitido estar afuera, mirándolas con amor.
Cuando al fin terminó de volverse loco, les habló y creyó que ellas le contestaban. Les dijo que, ya que había comenzado una nueva vida, cambiaría su nombre a Herminio, para guardar la coherencia. Ellas estuvieron de acuerdo.

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