domingo, 4 de octubre de 2009

EL AHORCADO

¡Ay, de aquellos tiempos en que la justicia bien entendida regía como ley! Cuando la regla era usar la propia mano para ejercitar la venganza, las colgaduras abundaban. En las regiones campestres sobre todo, donde difícilmente alguien se acercara a recogerlos a la brevedad, los ahorcados, balanceándose con la brisa y pudriéndose envueltos en la sombra de un árbol, eran moneda más que corriente.
Cualquiera diría que un muerto semejante, que no sólo no fue llevado a un cementerio, sino que para peor ni siquiera yace enterrado bajo tierra, no puede ni debe merecer el destino de los muertos bienhadados; los que, como corresponde, son velados y depositados en tumbas o mausoleos comprados y erigidos para tal fin. Un muerto externo, se podría llegar a creer, no puede despertar por el mero hecho de no encontrarse en los confines del camposanto.
Pues bien: que el siguiente caso sirva para demostrar, de una vez y para siempre, que los ahorcados, y en general todas aquellas víctimas de muertes excesivamente violentas, también viven, incluso en el descampado exterior, la vida después de la muerte… más allá de que se trate de una vida que nadie quisiera sufrir.
El ahorcado de quien hablaremos había robado no se sabe bien qué cosa de una estancia, propiedad de un viejo resentido y de su hijo sanguinario. El pobre tipo fue avistado en el momento del escape, que desgraciadamente –para él- fue truncado por un hachazo bien apuntado y lanzado por el recién mencionado hijo sanguinario. El arma hizo blanco en la pantorrilla derecha y logró sin esfuerzo que el ladronzuelo dejara de correr, cayera al piso y ya nunca más se levantara por cuenta propia. De hecho, quien lo levantó fue el hijo sanguinario bajo la resentida mirada del viejo, quien a pesar de la lentitud que le conferían su bastón y su artritis ya se había acercado a la escena del crimen. Sin decir palabra, el viejo le hizo saber al hijo que al desgraciado había que colgarlo en el roble del fondo, el de ramas gruesas que aguantarían el peso y el tirón. Así se hizo, sin demoras innecesarias que podrían ser pintorescas en una de esas películas, pero no aquí.
Lo dejaron colgado y se fueron. Estuvo agonizando unas cuantas horas, y al final se murió.
Lo que sucedió a continuación no lo vieron ni el viejo ni el hijo, quienes murieron brevemente después del ritual a causa de la explosión provocada por una no percibida pérdida de gas y un fósforo encendido en el peor de los momentos. No nos ocuparemos de sus muertes ahora, aunque bien lo merecerían ya que quienes mueren despedazados por una explosión tienen un destino bien particular e interesante, más quizás que el de quienes mueren ahorcados y no son enterrados, pero ya que estábamos hablando del ahorcado, terminemos con el ahorcado y dejemos a los estallados para otra ocasión.
El hecho es que el cuerpo colgado se encuentra unido a un ser vivo con precisamente el elemento que causó su muerte. Por eso el caso de los ahorcados es tan particular, y rara vez se ve en otros tipos de muertes: ese vínculo fatal hace que el alma del muerto migre hacia el ser vivo al que está unido.
Siendo así como suceden las cosas, el espíritu comenzó a fluir en las corrientes de salvia y clorofila que circulaban por el viejo roble. Durante el día permaneció dormido, como sucede con todos los muertos de ley, pero apenas desaparecieron las últimas luces –salvo las luces malas, que se prendieron recién entonces-, el ahorcado despertó… y se encontró vivo, vivo como nunca hubiera pensado que podría volver a estar… pero preso. Y preso de una manera espantosa: sin vista, cuando tan acostumbrado estaba a ver; sin tacto, cuando tan acostumbrado estaba a sentir; sin olfato… bueno, se entiende cómo sigue. El peor sufrimiento de todos residía en el hecho de que no podía moverse. La voluntad estaba intacta, pero el nuevo cuerpo no respondía.
Era como estar encerrado en un ataúd, enterrado… pero vivo. Incluso peor: el pobre hombre ni siquiera podía descargarse golpeando o golpeándose: ahora sus brazos, inmóviles, sólo servían para sostener pajaritos y a su antiguo cuerpo hasta que se pudriera del todo y los huesos, ya sin sostén, cayeran al piso para allí convertirse en polvo de a poco.
Cada noche fue una eternidad de sufrimiento.
Y los robles son fuertes y por desgracia viven una eternidad…

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