domingo, 4 de octubre de 2009

IN MEMORIAM

El cementerio no difiere mucho del mundo de los vivos en lo que se refiere a condominios y alquileres. Un muerto puede ocupar su tumba a lo largo de ochenta años, como máximo, y esto sólo si sus familiares abonan puntualmente las tarifas. Transcurrido ese tiempo, los restos son generalmente arrojados a la fosa común, aunque frente a pedidos especiales, algunos son incinerados y sus cenizas se arrojan al mar en medio de una gran ceremonia; otros, como Bernardina, también tratados por medio del fuego, reposan en cofres metálicos, en el cementerio o en el hogar de algún descendiente, y en éste último caso sirven para asustar a los niños.
El muerto de este relato, que se llamaba Humberto, hizo el pedido más especial de todos. En su testamento estableció su deseo: que las cenizas a las que se redujese su cuerpo fueran esparcidas sobre el cementerio. Así se hizo, y su presencia se desparramó entre los mármoles y el granito. Ese día, después de que las puertas se cerraran para los visitantes, una brisa tibia acarició las hojas de los árboles y levantó el polvo. Humberto se mezcló con el aire y, como un alma errante, vagó entre los imponentes mausoleos; y otra parte de él recorrió el laberinto de los sepulcros rastreros y humildes. Poco después, cuando fue el momento en que los muertos salen de sus tumbas para caminar y charlar, muchas partículas de polvo quedaron sobre cada uno de ellos.
Como consecuencia de estos hechos ocurrieron otros, más notables: primero, todos recordaron con gran pena a Humberto, uno de los más viejos entre ellos; el más respetable, el más frágil y el más sabio. Muchos derramaron lágrimas heladas. Se reunieron alrededor de su antigua residencia y susurraron una canción de despedida. Nunca antes habían estado todos juntos.
Con el tiempo, ese germen, como un virus, se desarrolló, y llegó el día en que todos fueron Humberto. Mientras subsistió esa generación reinó el aburrimiento. No tenían nada que decirse, y deambulaban en silencio. El tedio llegó a ser tan profundo que, algunas semanas después del ritual de Humberto, ya ni siquiera sentían ganas de salir del ataúd.
No puede negarse el hecho de que todos ganaron en sabiduría, si bien la guardaron en su corazón y no pudieron compartirla con nadie; también es cierto que esa sabiduría trajo consigo el hastío, la tristeza y la desolación. He aquí una clarísima diferencia entre el mundo de los muertos y el nuestro.

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