domingo, 4 de octubre de 2009

CRÓNICA DE UN AHOGADO

I
Desde el mirador en la altura, el lago parece un vastísimo estanque lleno de aceite. No sopla el viento: ninguno de los innumerables, que siendo tantos y tan cercanos se dibujan como presionando los confines del lago, conmueve las hojas de sus árboles. El sol pleno se refleja en toda la superficie, tiñendo de profundo dorado las clarísimas aguas. El aire, tibio y quieto, no vibra más que por el eventual canto de un grillo remoto. Ninguna otra cosa perturba la frágil paz del momento.
Enmarcado por terrible gigantes inmóviles, oscuros, orgullosos de sus crestas purísimas, el lago se extiende hasta el horizonte. Debajo de la inmutable superficie existen abismos invisibles de tan lejanos.
Bajo el cielo sin nubes, la calma se quiebra con el estruendo del cuerpo quebrando la quietud del agua. Todo se rompe: la imagen del día en el cristal, la oleosa apariencia, la espera cíclica del chillido lejano.
La fresca superficie se convierte vertiginosamente en una cárcel de hielo fundido tan sólo unos metros más abajo. La intensidad del frío es dolorosa, punza en mil lugares diferentes, es insoportable hasta la desesperación. El cuerpo, ajeno al deseo de la conciencia, ya no puede volver a emerger porque se lo cargó de antemano con un sobrepeso excesivo, y se precipita irremediablemente dentro de la húmeda boca negra del mundo.
El frío es ya tan profundo que oprime la piel. No se trata de una impacto efímero, que se desvanece apenas después del contacto y frente al acostumbramiento: al contrario, cuanto más profundo cae el cuerpo, más puro es el frío. La tremenda sensación, en semejante escenario, no puede cesar nunca. Ya comienza a sentirse, además, el peso de las toneladas de líquido que van quedando encima, y una presión más real todavía se suma a la anterior. Es la que termina de sacar el aire de los pulmones.
La desesperación frente a lo inevitable, frente al final seguro pero que no termina de llegar y que ataca desde todos los flancos posibles, hace que la conciencia reflexione, aún rodeada de extremo dolor, en que hubiera habido mil formas más simples de quitarse la vida. Pero, se dice, éste es el precio que debe pagar el espíritu apasionado.
Con los últimos restos de voluntad, el cuerpo se resiste a tragar el medio helado y mortífero que lo abruma. Las últimas gotas de oxígeno se esfuman de la sangre mientras la borrosa penumbra se va convirtiendo en oscuridad cerrada.
En el instante final parece como si todo el lago ingresara al cuerpo en la última, impostergable inhalación. Todo se convierte en líquido, en hielo, en frío inconmensurable. Ya el cuerpo no es más que agua del lago, y el espíritu se desvanece por completo viendo, finalmente, que todo es una sola cosa, lo mismo.
II
Hasta que vuelve a despertar. Muy romántica la muerte y todos los motivos que le llevaron a ella, pero a la noche, cuando los muertos dicen sus verdades, el ahogado se da cuenta de que esto no es el olvido que esperaba. Las penas siguen existiendo, la muerte no borra los recuerdos. Ni siquiera despoja de la carga de los sentidos… ¡y qué frío que hace, y cómo arde la sal del agua, por Dios!
Un cementerio peculiar, el del ahogado. No es el único en el fondo del lago: otros, antes, intentaron lo mismo que él. Pero no puede verlos, porque el horizonte es vasto y los residentes muy pocos. Además, aún si hubiera alguien cerca, la oscuridad de la noche y de la profundidad del abismo velarían irremediablemente su presencia. No, aunque no lo esté realmente, está solo.
Es tan intenso el frío en el fondo del lago, que ni siquiera puede moverse. Si pudiera hacerlo, ya se habría sacado las piedras de los bolsillos y salido a flote, incluso a pesar de que su cuerpo está lleno de agua. Pero no puede; no puede moverse. Está prácticamente congelado, y si la presión no fuera tan intensa sería realmente un trozo de hielo. Lejos quedaron para él las leyes atmosféricas: aquí, en el fondo del mundo, el agua sigue siendo líquida a mucho menos que los infames cero grados.
El ahogado cree que el alivio llegará cuando su cuerpo muerto se acostumbre a la hostilidad del medio; que en algún momento se logrará el equilibrio. Que, como pensó en el instante de su muerte, llegará a ser uno con el lago. Pero las noches pasan y el consuelo no llega. El frío es siempre tan intenso como en el último suspiro de su vida, y el ardor sigue persistiendo en horadar con sus agujas cada poro. Nunca está de más recordarlo: cuando dos mundos incompatibles se mezclan, la unión entre ellos nunca se produce. Lo mejor es mantenerse alejado de ese tipo de aberraciones.
Mientras el lago permaneció, el ahogado sufrió su condena. Su cuerpo helado nunca se descompuso, y ni siquiera pudo regodearse en la idea de la posibilidad de un cambio. Cada noche fue exactamente igual a la anterior.
No me pregunten qué pasó cuando ya no hubo más lago. Esa es enteramente otra historia.

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