domingo, 4 de octubre de 2009

MUERTE EN FAMILIA

El incidente ocurrió un domingo por la tarde, cuando la familia volvía del habitual picnic campestre. Los niños viajaban en el asiento trasero del automóvil, y a pesar del cansancio debido a todo un día de travesuras al aire libre, seguían jugando bajo la restricción del cinturón de seguridad. Eran dos pequeñuelos: un pequeñuelo y una pequeñuela. El primero, Adán, de cuatro años, inició el desafío: Aldana, la niña, de seis años, debía identificar el objeto que Adán había elegido, y del cual comunicaba únicamente el color. La regla era que los objetos debían encontrarse fuera del automóvil, y la dificultad del juego radicaba en que la velocidad del vehículo exigía una gran capacidad de atención de quien debía adivinar. De esta manera se entretenían durante el viaje de vuelta a casa, que duraba como mucho una hora, o más.
Aldana presintió antes que nadie, a pesar de su corta edad, lo que iba a pasar, y no porque contase con una intuición más desarrollada que el resto: simplemente porque estaba tratando de decidir el color de un cartel en la ya casi penumbra del atardecer, cuando una luz cada vez más potente comenzó a diluir los colores del mundo en un único océano de blanco cegador.
El hecho es que un camión se les venía encima, de frente, a toda velocidad, y como los papis estaban discutiendo, como de costumbre al final de cada fin de semana, papá no vio a tiempo el peligro. El camión arrasó con el automóvil, con todo su equipaje y con la vida de todos los miembros de la familia. Sólo se salvó el gato que viajaba en el regazo de mamá.
Los cuerpos, milagrosamente, se mantuvieron bastante intactos durante y después del accidente. La suerte quiso que, entre trámites judiciales y nadie que los reclamara, cada uno fuera enterrado en un cementerio diferente.

I. ADÁN
Cuando el pequeño despertó, su mente se vio agobiada de repente por la cantidad de conocimientos nuevos, las reglas que todo muerto debe conocer. La capacidad de razonar y de retener conceptos de un niño de cuatro años es limitada, tanto en la vida como en la muerte. Adán no podía ser capaz de comprender todo lo que ahora sabía.
Una sola cosa se imponía ante la pesada carga de su nueva sabiduría: extrañaba a su mamá, a su papá y a su hermanita. Los extrañaba tanto, que deseaba con todas sus fuerzas poder reunirse con ellos. Sabía que no estaban allí con él, porque si así hubiese sido, ya habrían gritado su nombre para encontrarlo. Eso lo sabía.
En el mismo cementerio habían sido enterrados varios niños pequeños, y Adán, después de hablar con ellos, aceptó con resignación el hecho de que no extrañaran a sus familias y de que no sintieran deseos de volver a verlas. Él era el único. Aún no lograba comprender el motivo, pero cada minuto que pasaba, el dolor por la ausencia de los otros se hacía más intenso.
II. ALDANA
La pequeña había sido siempre la princesita de la familia. Primogénita y niña, papá nunca dejaba de alabar su belleza, su simpatía y su inteligencia. Desde el nacimiento de Adán, siempre que alguna ocasión ameritara regalos para ambos, papá se las ingeniaba para que existiera una sutil pero perceptible diferencia cualitativa entre los que recibía ella y los del hermanito menor. Los reproches de mamá ante estas situaciones nunca tenían el peso suficiente como para hacer pensar que ella no estaba, en el fondo, de acuerdo con papá.
Adán, quien murió muy joven, nunca llegó a percibir esta preferencia. Pero Aldana creció siendo la mocosa consentida caprichosa de la casa.
Cuando despertó en el cementerio la noche después del accidente, Aldana exigió que sus padres y su hermano estuvieran allí. Sabía que no estaban, pero había algo que, dada su tremenda ofuscación, no terminaba de comprender, y que le decía que no podía tolerar que no estuvieran. De una manera o de otra, debían estar allí, con ella. Y sin embargo no estaban.
Aldana estaba acostumbrada a que todos hicieran todo por ella, y por eso comenzó a llorar y a demandar a gritos la presencia del resto de su familia. Nadie a su alrededor le hizo ningún caso, porque si hay algo que los difuntos no toleran es el capricho de un niño recién muerto.
Si hubiera cejado en su empeño de exigir lo imposible, al menos habría logrado hacer lugar en su razón para comprender lo que las reglas, ya impresas en su cerebro, le decían. Fácilmente habría entendido el por qué de su situación actual y el remedio para la misma. Pero su educación había sido tan deplorable que no podía hacer otra cosa.
Así pasó la primera noche de muerta de Aldana, a grito pelado pero rodeada de oídos sordos…
III. MAMÁ
El primer pensamiento de mamá al despertar fue el destino de su hijo Adán. Extrañamente, ahora se daba cuenta de que Adán era su preferido, y que si en vida había secundado a papá en su predilección por la niña, el gran amor de su vida y de su muerte era el pequeñín con pitulín.
De todas maneras, el segundo pensamiento fue Aldana, y la preocupación por ambos a la vez fue su tercer pensamiento. Papá vino después. En definitiva, mamá terminó preocupada por toda su familia casi por igual. A diferencia de sus hijos, sabía que al haber muerto juntos, debían, de acuerdo a las reglas, pasar toda su muerte también juntos, y el hecho de saberse sola en el cementerio en que se encontraba, separada del resto de su familia –porque no lograba darse cuenta de que cada uno de ellos estaba, también, aislado del resto: creía que sólo ella había sido segregada- precipitó una serie de pensamientos en su agitada mente que la llevaron más allá de toda posible acción.
Pensó –y mientras pensaba la embargaba una desesperación cada vez más intensa- en que la culpa de todo la tenía su marido. Siempre dispuesto a discutir por cualquier nimiedad, al punto de llevar a su familia a una muerte espantosa. ¡De milagro conservaba su cuerpo casi intacto! Podría haber sido despedazada y ahí sí, adiós vida después de la muerte –pensaba ella-.
Ahora bien, ¿y los demás? ¿Y si los niños sí habían quedado destrozados? ¡Entonces nunca jamás podría reunirse con ellos! –pensaba ella. La desesperación, que ya nublaba su raciocinio, mezclaba ideas, reglas, emociones y pensamientos-.
Pero por más que intentaba odiar a papá por la desgracia en que los había hundido a todos, no podía hacerlo. Sólo deseaba estar con él, estar con los niños, porque así debía ser… y no atinaba a darse cuenta de cómo lograrlo.
Si tan sólo hubiera sido capaz de no ofuscarse tan rápidamente, y de no perder de vista las reglas por tan insensato ataque de locura…
IV. PAPÁ
El resto de lucidez que requería la familia para volver a unirse lo tenía papá, el hombre y el cerebro de la familia. Aunque en vida había sido más bien iracundo e irracional, la muerte le había otorgado un don inesperado, como muchas veces sucede: le había permitido pensar con imperturbable claridad. Ahora, recién salido de su ataúd y saboreando la libertad que la intemperie le regalaba, se preparó para dejar el cementerio para buscar a los demás. Sólo él, de los cuatro, supo ver que la familia que muere en un mismo momento, permanece inseparable durante toda la muerte. Ante esto las demás reglas se suspenden, y sólo vuelven a aplicarse cuando la familia se reúne efectivamente y para siempre.
Papá saltó el paredón que separaba al mundo del los muertos del de los vivos, y emprendió su marcha tambaleante hacia los otros tres cementerios. Si bien estaban todos en la ciudad, dos de ellos se encontraban en las afueras. Así que en primer lugar fue al más cercano, donde se hallaba su esposa.
Mamá, al ver llegar a papá, ahogó todo resentimiento y, ya viendo con claridad, tomó su mano y salieron, juntos, a buscar a los niños. Ya estaba amaneciendo, pero las reglas estaban suspendidas para ellos, y pudieron continuar su camino.
Las personas que los veían pasar sufrieron todo tipo de ataques: de pánico, al corazón y de locura. Fue una de las pocas veces en que los muertos circularon libremente entre los vivos.
Recogieron a la niña, y los tres juntos fueron a encontrarse con Adán, el niño, que después de haber pasado la noche lleno de dolor, y ya resignado a que nada cambiaría, había vuelto a sumergirse en su pequeño ataúd debajo de la tierra.
En cuanto los tres llegaron al sitio donde Adán estaba enterrado, y habiendo cumplido su misión, se desplomaron, inertes, en el suelo del cementerio, ya cerca del mediodía.
V. LA FAMILIA UNIDA
Les cavaron tumbas precarias e incluso lejanas una de otra: nadie tenía por qué suponer que los tres cuerpos y el niño eran parte de la misma familia. Pero al menos desde ese momento pudieron reunirse todas las noches para pasar los mejores momentos de la otra vida todos juntos.

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