domingo, 4 de octubre de 2009

¡TERREMOTO, TERREMOTO!

No existe peor desgracia para los habitantes de un cementerio que la abrupta sacudida de un terremoto. Uno de los más tristemente recordados ocurrió en Sierrita San Marcos en los albores del pasado siglo XX.
El cementerio de Sierrita era pequeño y humilde. No existían lápidas de mármol, ni siquiera de ladrillos: todas las tumbas yacían coronadas con cruces de madera improvisadas, dos pedazos de corteza de árbol clavadas uno al otro por los propios familiares, muchas veces careciendo de la rectitud angular que demanda una correcta cruz cristiana. Incluso en algunos casos, dada la completa ignorancia de algunos de los pueblerinos, en lugar de cruces se disponían dos o tres maderos azarosamente ordenados en la cabecera del sepulcro, vaya a saber uno obedeciendo a qué misteriosas razones. En circunstancias como esa, es claro que no puede pretenderse el mejor de los cuidados para los difuntos: nada de tierra adecuadamente apisonada, nada de ataúdes herméticamente cerrados. Los muertos eran arrojados al pozo, cubiertos de la tierra seca mezclada con pasto y bosta, y dejados a la buena de Dios. Así y todo, por las noches todos despertaban puntualmente y emergían al aire libre hasta con alegría, porque en una situación de entierro tan precaria, les resultaba fácil por demás remover la tierra y subir hasta la superficie.
El día en que ocurrió el terremoto más terrible de la historia de Sierrita, los vecinos del pueblo presintieron la catástrofe. El cielo, plomizo, pesado sobre los hombros por lo exageradamente inmóvil, amenazante por la apariencia de inusual cercanía, daba la pista de que la Naturaleza estaba preparando algo terrible.
Y así fue. A las cinco en punto de la tarde, cuando todos los vivos se encontraban celebrando la tradicional toma de té campestre, y mientras todos los muertos dormían su inevitable sueño, el suelo se quebró en mil pedazos que temblaban con violencia diabólica bajo los pies del pueblo entero. Como el té se celebraba normalmente al aire libre, casi nadie murió aplastado por las paredes que se derrumbaban en las casas, desparramando reboque y trozos de ladrillos hacia todos lados. Lo cierto es que, luego del incidente, el pueblo debió ser evacuado porque no quedó construcción alguna en pie.
Los únicos moradores de Sierrita pasaron a ser, entonces, los muertos. Pero el terremoto también había hecho estragos en el cementerio. Vano es mencionar que ninguna cruz quedó en pie, ni ninguno de los palitos azarosamente ordenados. Pero eso no representa nada, en comparación con lo que ocurrió debajo.
El tremendo movimiento de los cimientos del suelo, sumado a la generalizada precariedad de los sitios de entierro, hizo que los desafortunados muertos se desordenaran de una manera, perdóneseme el atrevimiento, casi ridícula. El temblor no sólo los llevó hasta una profundidad casi abismal, sino que además dejó a muchos cabeza abajo, o despatarrados, o enredados entre sí por los brazos o las piernas. Pero lo más singular, y lo menos cómico, fue que se produjo una enorme dispersión de los cuerpos, y muchos de ellos quedaron fuera del perímetro del cementerio. Es sabido que quienes sufren ese destino no pueden volver a despertar por las noches, lo que es lo mismo que decir que quedaron condenados a la eterna oscuridad.
Peor suerte corrieron los que sí pudieron despertar la noche posterior a la catástrofe. Basta comparar, para hacerse una idea, con aquél caso en que el jinete se perdió en medio del desierto, relatado de manera inmejorable por el escritor: sin saber hacia dónde ir, el jinete recorrió en vano vastas extensiones bajo el castigo del sol, hasta que el calor y la sed pudieron con él. En el caso de los muertos, la situación era aún peor porque ni siquiera tenían al sol, que al menos podría haberles indicado la posición de los puntos cardinales. Cuando despertaron, creyendo que la superficie estaba, como siempre, arriba de ellos, comenzaron a remover tierra a lo loco, sólo para darse cuenta de que no estaban llegando a ningún lado.
La mayoría, de tanto avanzar, terminó saliendo de los límites del terreno y pereciendo definitivamente al instante. Uno, que había quedado mirando exactamente hacia abajo, escarbó y escarbó, y esa noche no llegó a ningún lado, pero a la siguiente continuó, y continuó durante semanas hasta que se acercó tan peligrosamente al centro de la tierra, que se fue asando de a poco hasta el final, y desapareció del mundo de la conciencia creyendo que había llegado al infierno.
Algunos alcanzaron la superficie del cementerio, la encontraron devastada y emprendieron la reconstrucción. Los muertos también pueden trabajar, si se trata de mejorar las condiciones de su hábitat. En pocos días la tierra estuvo nuevamente alisada y las cruces clavadas en sus lugares, incluso las de todos los que nunca volverían a levantarse. Lo hicieron por respeto a los compañeros perdidos.
Afuera, los restos del pueblo en ruinas contrastaron, de ahí en más, con la pulcritud del humilde cementerio. Cualquier viajero ocasional hubiera seguramente supuesto que allí pasaba algo raro.

No hay comentarios: