domingo, 4 de octubre de 2009

RÍO ARRIBA, RÍO ABAJO

Florencio solía ir a nadar al río Paraná Guazú, al borde del cual tenía una casilla donde vivía con su familia. Nadaba mayormente solo, sobre todo en invierno, porque sólo él resistía –y de hecho disfrutaba- el fresco del agua cuando afuera helaba.
Esa saludable afición, sumada a tan extraña resistencia, lo llevó a la tumba. Una mañana de julio, casi antes de que hubiera algo de luz, Florencio se desnudó por completo y se sumergió de cabeza en el Paraná. El frío punzaba en su carne con ansias de agarrotarle el cuerpo, pero a Florencio no le importaba. En cambio, ignorando los designios de la naturaleza, nadó y nadó hasta casi llegar hasta el centro del río, que no es angosto. Una vez allí paró, dejándose llevar por la suave corriente mientras contemplaba la luna, que todavía no se había ido del cielo ya claro.
El calor de adentro, consecuencia del ejercicio, pronto entró en conflicto con el frío de afuera. La naturaleza, a la larga, siempre triunfa sobre la falta de respeto del ser humano. Le dio un calambre en una pierna y, enseguida, otro en la otra.
Imposibilitado ya de cualquier tipo de movimiento natatorio, Florencio se hundió irremediablemente y se ahogó pronto. El río lo arrastró durante todo el día y nadie vio el cadáver: como se ha dicho, el río del que hablamos no es angosto.
Esa noche Florencio despertó, a pesar de no haber sido enterrado. Enseguida supo el destino de quienes mueren ahogados, porque parte de la ley –en particular ésta- vive dormida en nosotros hasta que empieza a resultar útil, es decir, al morir.
Supo, entre otras cosas no tan urgentes, que si se dejaba arrastrar hasta el mar todo estaría perdido. No sólo perdería toda posibilidad de ser encontrado y de tener una existencia apacible de cementerio, sino que además la sal del océano penetraría por todos sus poros, y sería presa de un ardor insoportable hasta que dejara de existir. Florencio no quería eso, así que comenzó a nadar contra la corriente, que si bien era suave, también era persistente e irrefrenable. Sabía que tampoco le estaba permitido salir del río por sus propios medios: el ahogado debe ser rescatado, o nada. Así que nadó sin pausa, y si bien después de algunas horas todos los músculos de su cuerpo protestaban, sabía que en cuanto se acabara la noche también se acabaría la posibilidad de moverse río abajo. Durante el día iba a perder al menos todo el camino recorrido esa noche, y si no se esforzaba quizás perdiera incluso más que eso. Y unos cuantos días así lo llevarían sin remedio al Río de la Plata, y después al mar…
Si algo le sobraba a Florencio era voluntad, y a pesar de sentirse cada vez más en el infierno, pasó casi un mes sin perder un solo metro.
Finalmente, una madrugada fue hallado, reconocido y enterrado como la ley manda. Así que, hinchado como estaba y todo, por las noches rebosaba de alegría y no le importaba que los demás muertos lo miraran como a un rarito: podría decirse que por un buen tiempo –hasta que se deshinchó, más o menos- fue feliz por el mero hecho de saberse liberado de tan cruel destino. Después continuó su pasar sin grandes altibajos, como cualquier muerto decente.

No hay comentarios: