domingo, 4 de octubre de 2009

EL SITIO EQUIVOCADO

En vida, Epifanio no creyó que alguien pudiera notar la diferencia. El relato de sus avatares podría ser arduo, pero diré sólo lo más importante: nació judío y fue circuncidado; a la muerte de sus padres viajó a otro país, donde se convirtió en un desconocido. Contrajo matrimonio católico basado en un amor ciego a los credos, y para que los hijos no sufrieran el escándalo de la opción religiosa. Murió y fue enterrado a la sombra de una cruz.
La primera noche, habiendo despertado del sueño esencial, revolvió la tierra y salió de su tumba. Estaba feliz, porque su conversión había perdurado a pesar de la muerte.
Una charla en particular es memorable. El interlocutor era un viejo sacerdote anglicano –también enterrado allí erróneamente-, que conservaba sus principios.
-Usted- decía, -¿qué religión profesó?
-Más de una, pero en definitiva la católica.
-Usted se equivocó. Su fe se quedó en el tiempo: la iglesia de Roma cayó a los pies de la Reforma.
-Lo último puede ser cierto, pero no concuerdo con su idea de mi fe: soy testigo de su progreso, cambié el Antiguo Testamento por el Nuevo.
-¿Me está diciendo que antes fue judío? Cuídese, amigo. No seré yo quien lo delate, pero le aconsejo que no cometa el error de ponerse en evidencia.
No volvieron a conversar. El cura huía de la presencia de Epifanio.
La severidad del tiempo no se dilata a pesar de la muerte: las ropas de Epifanio, que al principio estuvieron limpias y sanas, terminaron desgastándose y rompiéndose. Eran ya tibiamente ocres por el polvo y la humedad, y faltaban varios trozos: uno de ellos, el que debía cubrir la zona genital.
La espantosa noche de la desgracia, ya todos sabían lo que habría de acontecer. Todos, pero no Epifanio. Incluso lo sabía el cura, que no quiso advertirle. Así fue como, rasgando otra vez como tantas el terreno, salió al aire y se encontró rodeado por cientos de cadáveres.
Alguno había notado la insignia ineludible de su antigua religión, que llevaba en el cuerpo, incluso después de la conversión espiritual: el prepucio faltaba, y para siempre. Los demás lo supieron pronto.
La mayor parte de quienes lo miraban estaba asombrada e inmóvil, esperando el espectáculo. Los más iracundos, gritándole “intruso” y “judío asqueroso”, le arrancaron los ojos y las orejas. Después lo arrojaron fuera del cementerio, cumpliendo así el castigo más severo de todos: un muerto, más allá de las murallas, ya no puede moverse ni sentir.
Por la mañana lo encontraron, y la policía lo arrojó al río.

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