domingo, 4 de octubre de 2009

ENFERMEDAD EXÓTICA

Así de común como parece, la lepra es considerada por los expertos en tanatología como una de las enfermedades exóticas. Semejante ominosa denominación debe su existencia al hecho poco frecuente de que se prolongue después de la defunción del portador de la misma, sufriendo en el paso de una instancia a la siguiente modificaciones funcionales dignas de ser mencionadas.
Nada mejor para ilustrar el comportamiento de tan interesante y perseverante patología que un ejemplo práctico registrado en aquellas edades de la Humanidad cuando la lepra era moneda corriente, esto es, en la Oscura Edad Media.
Consérvase por escrito (papírico monacal) la historia de Segismundo, monje agustino tocado por la nauseabunda mano de la pestilente enfermedad.
Al momento de la muerte en aislamiento sufrida por el desdichado, una abundante cantidad de trozos de carne putrefacta decoraban el suelo de su celda, a la que ya nadie accedía. Desde hacía meses que ya casi sumaban varios años, los fieles pero distantes compañeros de monasterio sólo le dejaban el alimento en el descansillo de la gruesa puerta de madera, golpeaban tres firmes golpes y huían a la carrera, sosteniendo sus hábitos para que no se enredaran en las veloces piernas: existía el riesgo de caída cercana a la celda infecta con la consiguiente exposición no sólo a la peste en sí y el probable contagio, sino también a la visión horrenda de aquél quien supiera ser hasta un tanto apuesto –aunque nadie lo hubiera dicho jamás en alta voz-, y que ahora se había convertido en la imagen viviente, la síntesis, de todo lo malo que acosa al mundo cristiano.
El día en que Segismundo no recogió su plato de comida, los monjes supieron que había muerto. Dejaron pasar varios días antes de retirar el cuerpo, creyendo que los microbios, ante la falta de carne viva para consumir, morirían indefectiblemente. Claro que esto no ocurrió, y con el tiempo muchos de ellos sufrieron el tan temido contagio. Pero el caso es que, a los siete días –ya que siete es el número de la Divinidad, muy popular por esas épocas-, entraron en la celda y rápidamente envolvieron al cadáver en un rollo de tela, para llevarlo con suma premura al cementerio ubicado detrás de la capilla. La lucha contra la repulsión en todo ese proceso fue intensa. Al final lograron vencerla y enterrar dignamente a Segismundo, el leproso.
La oscuridad llegó al distante emplazamiento del monasterio, y cuando la medianoche venció a la simple noche y tomó su lugar, Segismundo y los otros despertaron. Si bien los muertos están altamente habituados a la deformidad de sus pares, al ver a Segismundo casi todos disimularon tanto como pudieron la arcada de asco. Nunca un muerto tan reciente había sido tan espantoso.
Pero más allá de la conmoción del instante, todo siguió su curso: cada uno deambulaba, más o menos cerca de Segismundo de acuerdo a cuánto hubiera ya superado la náusea. Todo fue volviendo a la tranquila normalidad de las noches del cementerio monástico, hasta que a Segismundo, de improviso, se le cayó un pedazo de carne.
Nunca ningún muerto de ese lugar había presenciado episodio semejante. Nunca.
Como si desde el cuerpo de Segismundo emanara una ola de presión digna de una moderna bomba atómica, todos se alejaron rápidamente de él, formando un círculo cada vez más distante. Las expresiones de los rostros incluían desesperación, terror, asombro, morbo y pánico (sí, morbo también). Si bien todos sabían que la lepra post-mortem no es contagiosa, no podían evitar pensar en la posibilidad de que la teoría no se cumpliera y los transformara en engendros a ellos también. El leproso, contagioso o no, es objeto de ese desprecio instintivo propio de la mismísima entraña de la especie.
Lo cierto es que, más allá de las insostenibles circunstancias, el trozo de carne caído, literalmente, floreció. De él brotaron las más bellas flores de los siete colores del arco iris.
Segismundo miró, vio que su obra era buena, y se alegró. Luego se retiró a descansar.
Los compañeros de camposanto se maravillaron con la hermosa creación, y adoptaron a Segismundo como a un Hermano Hacedor, más allá de que prefirieran mantenerse alejados de él cuanto fuera posible sin llegar a herir sus sentimientos. Cada día, un trocito de Segismundo regaba la tierra con colores y aromas de indescriptible maravilla.
Y los monjes vivos, que visitaban el cementerio todos los días, no podían creer cuán hermoso se había vuelto desde la desaparición del leproso.
Segismundo fue acabándose de a poco, porque si bien la lepra deja de contagiar después de la muerte, de ninguna manera se cura. Pedazo a pedazo se fue desdibujando, y a cada pedazo florecía una nueva alegría para el cementerio.
El lugar donde cayó el último fragmento de Segismundo fue venerado por generaciones de muertos, porque allí no crecieron meras florecillas de importancia leve, sino un gran arbusto de carnations, flores de carne podrida y muerta, pero bellamente transformada, y mejor conocidas en nuestras tierras como claveles.

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