domingo, 4 de octubre de 2009

ANIMALES SALVAJES

Desde chico había tenido mascotas, incluso cosas rarísimas como hurones y nutrias, bichos de los que cualquier persona normal se hubiera alejado al menos por miedo a la mordedura o a pestes exóticas que pudieran contagiar. Gervasio no les tenía miedo. Lo que Gervasio hubiera temido era una vida sin animalitos a su alrededor.
Fue creciendo y su afición a las mascotas se volvió cada vez más obsesiva. Cuando finalmente dejó la casa paterna para vivir por su cuenta, se llevó la tortuga, la culebra y el caniche toy.
Si bien Gervasio tuvo parejas ocasionales durante su vida, jamás convivió con nadie a excepción de sus animales. Podría haberse pensado mal de él, como muchos hicieron, y decir que practicaba (Dios me perdone) la zoofilia. Lo cierto es que el interés de Gervasio por sus bichitos era genuino y, si exageramos un poco, hasta espiritual: desde chicho había creído que los animales lo escuchaban, lo entendían y lo acompañaban en las buenas y en las malas… “Hasta que la muerte nos separe”… Y ahí nació el verdadero problema.
La idea de la muerte torturaba a Gervasio como a pocos. A pesar de la extrema afinidad que lo unía a sus mascotas, sabía que al Paraíso los animales no entraban. Sabía, al menos, que si existía un Cielo de las Mascotas, no se trataba del mismo al que iría él después de muerto.
Con los años esa idea fijó tanto en su mente, que podríamos decir que, de alguna manera, enloqueció. En su testamento estableció claramente que quería ser enterrado al estilo egipcio, con las mascotas que poseyera en ese momento. Y cuando el momento llegó, convivía con su gato Pompón, su chow-chow Timoteo y la estrella, el lémur Ryan.
Gervasio no era precisamente pobre, y se aseguró de contratar a su veterinario de mayor confianza, en cuyas venas circulaba, casualmente, un importante caudal de sangre fría. Por la cantidad de dinero suficiente, no objetó al pedido de sacrificar a los animales para que acompañaran a Gervasio, si bien no hasta el Más Allá, tan Allá como fuera posible. Además, ya estaba diseñado el ataúd que portaría a tanta cantidad de huéspedes.
Cuando el entierro estuvo consumado y finalmente llegó la primera noche, Gervasio despertó en el mayor de los caos posibles. Los animales muertos abren sus ojos unos minutos antes que los humanos, y los tres pequeños cadáveres ya se encontraban despiertos y furiosos.
Dos reglas se superpusieron en tan desagradable situación. En primer lugar, Pompón, Timoteo y Ryan habían dejado la vida en contra de su voluntad y a destiempo. Y por último, es decir en segundo lugar, los animales deben ser enterrados en un cementerio para mascotas, y no en cualquier sitio que a uno se le ocurra. Si uno de estos factores hubiera alterado a los cruelmente asesinados animalitos, los dos juntos los llevaron a un estado de rabia maniática.
Gervasio no lograba incorporarse para salir de su cajón, porque entre las tres fieras lo estaban, literalmente, destrozando. Nadie hubiera pensado que animales aparentemente tan inofensivos pudieran llegar a semejante estado, pero quien sabe algo sobre la muerte y sus efectos no puede sorprenderse. Trozos de carne, ojos mutilados y ropa hecha jirones se desparramaron por el lujoso cajón mientras Pompón, Timoteo y Ryan manifestaban su furia doblemente intensa.
- ¡Aia! ¡Juira picho!- fue lo único que pudo decir Gervasio al ver a Timoteo arrancando su nariz de un mordisco. Después de eso, Ryan desgarró su garganta, con cuerdas vocales y todo, y ya no hubo más protestas.
De a poco, en medio de dolores insoportables, Gervasio fue perdiendo definitivamente la conciencia. Cuando no quedó nada de él, los animales se calmaron.
Como no tenían forma de salir de un ataúd diseñado para humanos, permanecieron allí dentro hasta el final de sus días, despertando por las noches y muriendo de día, mártires involuntarios del capricho del hombre.

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