domingo, 4 de octubre de 2009

LA LEYENDA DEL MUERTO HAMBRIENTO

Algunas tradiciones aseguran que, cierto día del año, debe uno concurrir al cementerio y depositar alimentos sobre las tumbas de aquellos a quienes hemos enterrado. No todas las personas son creyentes, y más bien pocos ejecutan este rito anual. Quienes sí lo realizan aseguran que la comida no está allí al día siguiente, y como siempre los refutadores sugieren que el cuidador debe haberla tomado. En mi humilde opinión, considero improbable esta última sentencia, ya que todos los cuidadores están más que familiarizados con lo sucedido aquél Día de los Muertos en el cementerio de Luján, y ni siquiera uno se atreve a salir de la oficina mientras la luna ilumina los mausoleos.
Prefiero creer en la siguiente historia, que es justamente en la que se basan las tradiciones antes mencionadas.
En la época de los aztecas, un hecho asombroso conmovió los cimientos de la próspera religión que los sacerdotes comandaban, así como también los del mismísimo Imperio. Los sacrificios humanos eran comunes y bien tolerados, porque los dioses exigían sangre fresca para saciarse y no destruir al mundo. La mañana del día nefasto se procedió como se acostumbraba desde siempre.
La víctima elegida resultó ser un joven hermoso y rebelde, que no adhería a la doctrina –en parte, por ese motivo lo habían elegido-, y que gritaba y rabiaba por la desesperación. Algunos sacerdotes, al ver semejante reacción tan fuera de lugar, se sorprendieron y realizaron, horrorizados, gestos rituales con las manos y la cabeza. Nunca había ocurrido un hecho semejante: nadie, hasta el momento, se había resistido al destino que le había sido impuesto; nadie había protestado ante el veredicto de quienes gobernaban la naturaleza. ¿Qué explicación podía encontrarse frente a tal reacción, si se sabía que las almas sacrificadas serían luego, en el más allá, las más felices (después de las de los sacerdotes, por supuesto)?
- Quieto –dijo uno de ellos. El muchacho, como si hubiera sido hipnotizado, se quedó mirándole un instante. Dejó de gritar. Alguien aprovechó y pasó el filo de la silenciosa daga por su garganta, luego los músculos se distendieron y la cabeza quedó colgando del cuello, inerte.
No lo quemaron: como se dijo, el joven era hermoso, y las mujeres del pueblo exigieron que se lo dejara al aire libre durante algunos días, para que su belleza perdurara un poco más que su vida.
La noche pasó, y al día siguiente todos los sacerdotes del templo estaban muertos, y todos los alimentos que guardaban habían desaparecido. El cadáver no estaba en la pira, donde lo habían dejado: en cambio, lo encontraron tirado en medio del cementerio –donde se enterraba a los muertos comunes-. Los restos de comida estaban esparcidos por todo el lugar.
Al principio incrédulos, después asustados, los aztecas intentaron esclarecer lo que había ocurrido. Llegaron a la conclusión más extraña, pero también más evidente: el joven sacrificado era el culpable de los dos delitos: asesinato y hurto. Quizás sabiendo que los otros muertos tenían tanta hambre como él, y para –al menos por una vez- no devorar a uno de sus compañeros en el submundo, les había llevado algo de comer. Así, todos habían quedado satisfechos. Desde entonces, de vez en cuando les llevaron papas, cebollas, carnes cocidas y licores, y ellos nunca volvieron a molestar.
Por todo esto, se puede entender a la costumbre actual como un acto de compasión: al menos una vez al año, los muertos comen como la gente.

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