domingo, 4 de octubre de 2009

EL HARAGÁN

Los amigos, en el funeral, decían: “Nunca en su vida hizo nada, pero así y todo no merecía morir tan joven”, o “Pobre el Jose, va a descansar en paz como lo hizo toda su vida”. Su fama de perezoso lo siguió, como la inercia de los últimos impulsos del cerebro, hasta la tumba.
Una vez muerto del todo, el Jose se dio cuenta –con desgano y con pesar- de que el descanso eterno que le habían prometido no era tan así. Por lo menos vio que era necesario despertar tan amargamente como en la vida. La primera vez, impulsado por una curiosidad ajena a su persona, escarbó como todos hasta la superficie y se dio cuenta de que era de noche y de que muchos cadáveres ya estaban afuera, charlando en grupos y tomando el fresco. Dijo Hola a algunos que pasaban a su lado, pero no movió los pies de la tierra removida de su tumba. Cuando los miembros empezaron a pesarle, mucho antes del amanecer, volvió a escarbar, añorando la tibieza adormilada de su ataúd acolchado.
No volvió a considerar necesario andar saliendo por las noches. Cuando despertaba, simplemente se retorcía durante un rato, desperezándose, y se quedaba tumbado en la profundidad de su tumba, sin hacer más que eso. Poco reflexionaba sobre su vida pasada, o sobre su porvenir. No permanecía inmóvil porque quisiera meditar tranquilo, sino tan solo porque tenía fiaca. Nada sabía –ni pretendía saber- sobre la trascendencia, fuera ésta del alma o del cuerpo; nada recordaba sobre su pasado porque ni siquiera se había molestado jamás en ejercer la memoria. Durante la vida pretendía morir –dormir para siempre-, y ahora, muerto al fin, deseaba morir otra vez, pero mejor.
Podría pensarse que el destino terminó siendo injusto con este hombre, ya que no merecía que se cumplieran sus deseos y sin embargo estos sí se cumplieron. Se sabe de muchas almas buenas y trabajadoras que sufren una muerte cruel durante toda la eternidad, y que según nuestros cánones deberían ser felices en el más allá. Sin embargo, olvidamos que las leyes post-mortem son ajenas a nuestro entendimiento, y que la religión es inútil.
El Jose, sin saberlo, estaba siendo artífice del destino que quería. El cuerpo muerto, al contrario del vivo, se vuelve más íntegro con la actividad. Los que, por así decirlo, desgastan su cuerpo con la rutina de la salida nocturna y de la caminata por el camposanto, en realidad lo están fortaleciendo y, tanto como puede hacerse con la carne muerta, rejuveneciéndolo. En cambio, el Jose se quedó quieto y su cuerpo se fue deshaciendo de a poco. Cuando, en un arrebato de loca agilidad, quiso levantar un poco el brazo, éste se desprendió de su coyuntura y permaneció impasible sobre el piso del ataúd. Si en ese momento hubiera aún sido capaz de oler, se habría espantado con el hedor de la podredumbre que emanaba de su cuerpo en descomposición, y que el hermético cofre mortuorio concentraba.
Los meses erosionaron de a poco lo poco que quedaba, los gusanos hicieron el resto. El cuerpo del Jose fue desapareciendo, y con él su conciencia. Al estar distribuido por todos su organismo, cada bocado de cada gusano se llevaba un trocito del espíritu somnoliento del muerto haragán.
La sensación de estar desapareciendo de a poco es confusa y dolorosa, pero a medida que la conciencia se reduce el sufrimiento se va volviendo menos intenso. En poco tiempo, el ya inicialmente vago soplo vital (¿o mortal?) del Jose estaba repartido entre millones de pequeñines, y días después entre miles de millones.
En este punto, si bien la conciencia no había realmente desaparecido, era tan extraña al ser con el que había nacido como lo es un cabello caído a la melena que lo vio crecer. Los años borraron hasta la más remota sensación de existencia, y casi podría decirse que el Jose, si bien eternamente presente en el mundo, ya había sido tragado por la insensible oscuridad del olvido.

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