domingo, 4 de octubre de 2009

EL CEMENTERIO EN LA LADERA DE UNA COLINA

Es comprensible que los pueblos más humildes entierren a sus muertos donde pueden, sin excesivos miramientos en lo que respecta a orden, limpieza o reglamentaciones vigentes. Es comprensible, claro, si lo miramos desde nuestra siempre egoísta perspectiva viviente. Nadie piensa en el bienestar de los muertos, porque el muerto, muerto está, ¿no es cierto? Ojalá Dios nos castigue algún día por habernos manejado con tanta crueldad...
El hecho es que el muerto también puede sufrir, y no es descabellado decir que su agonía puede ser extraordinariamente más dramática que la nuestra, entre otras cosas porque, irónicamente, no se limpia con la muerte. Si las reglas no se respetan al pie de lo escrito, es casi seguro que no haya descanso ni paz para el difunto.
Volviendo al caso insinuado al principio: un cementerio humilde ahorra, en primer lugar, en el material de construcción de las paredes que debieran aislarlo del mundo de los vivos. Conociéndola o no, se ignora alevosamente la norma que indica que un cementerio sin fronteras demarcadas con claridad, es como un vaso de agua que se rompe: se desborda, y el contenido se desparrama.
Viene al caso el conocido ejemplo del camposanto construido (asentado describiría mejor la desidia de sus fundadores y continuadores) en la ladera de Loma Chiquita, la colina que distingue al asentamiento de Ramadé del resto de los pobladuchos de la región. No se les podría haber ocurrido una idea mejor que la de enterrar a sus muertos así no más, sin ninguna pretensión de posteridad y con apenas una cruz de madera, con letras dibujadas con un fierro, para distinguir a cada sepultura de las otras.
Así les fue. Es fácil comprobar que no quedan muertos en el cementerio: cualquiera que intente desenterrar a un cadáver no hallará más que un cajón vacío, y esto si lo encuentra y no lo royeron las ratas hasta desaparecerlo. Pero ni por casualidad será posible encontrar un cuerpo. Con todo lo dicho más arriba, ni siquiera debería hacer falta una explicación adicional, pero para que se entienda que me apiado de las mentes débiles que prefieren no releer ni recordar, ahí va.
Como se sabe, cada noche los muertos salen de sus tumbas para recorrer el terreno, usualmente delimitado, de su nuevo hogar. En Ramadé el terreno es virtualmente interminable y se extiende para donde los difuntos quieran ir. Como ellos no saben las reglas ni conocen la experiencia de los anteriores (que ya no están), se precipitan hacia el negro descampado, creyéndose vivos y libres de nuevo. Pero he aquí el problema: aunque el hombre vivo malo no ponga paredes, los límites existen. El muerto se aleja cada vez más y cada vez le es más difícil volver, porque cuanto más lejos está de su fuente de existencia (su tumba), más va perdiendo el entendimiento, y peor aún, su sustancia. El aire va disolviendo la carne sin energía; el pensamiento se va diluyendo en el olvido.
Cuando llegó lo suficientemente lejos, ya no queda de él ni cuerpo ni espíritu, y sin embargo no puede dejar de existir, porque ya está muerto y la muerte es eterna. El pobre mártir queda condenado a una existencia completamente vacía, siendo sin estar y sabiendo sin pensar.
He decidido publicar este anuncio en Ramadé, porque sinceramente creo que ya es hora de que alguien les haga abrir los ojos y los obligue a compadecerse de sus muertos. Al menos, si es que son tan egoístas como parecen, hay que hacerlos pensar en su propio futuro...

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