domingo, 4 de octubre de 2009

LA VERDADERA INMORTALIDAD

En la época en que finalmente fue posible una isla, cada ser humano que hubiera ofrecido su material genético a la ciencia podía morir tranquilamente, dado que los científicos se encargarían de regenerar su cuerpo, e incluso su memoria, para dar lugar a una nueva existencia, virtualmente idéntica a la anterior.
Fue intenso el debate acerca de la posibilidad de transmisión de la conciencia: muchos opinaron que “todo está en la memoria”, y que si ésta se pudiese conservar (como de hecho ocurrió), no habría pérdida de identidad. Otros, movidos quizás por un residuo de religiosidad agonizante pero persistente, creyeron en la existencia del alma y en su migración hacia las esferas celestes. En este caso, una nueva alma sería misteriosamente añadida al nuevo ser humano, tal y como sucedía en los nacimientos naturales.
He aquí, ilustrado a través de un ejemplo, lo que realmente pasa.
Danilo tenía un perro, que se llamaba Zorrito. Como Danilo era millonario, no sólo generó su propio banco de ADN, sino que también pagó por el de Zorrito, para que al menos él fuera su compañía por toda la eternidad, o hasta que el mundo se acabase. Después, Dios diría, “pero mientras tanto mi astucia y mi dinero me permitirán imponer a mí y sólo a mí las reglas de mi existencia”, pensaba Danilo. “Y a mis científicos de confianza, claro –uno puede faltarle el respeto a Dios que quién sabe si existe, pero hay que estar bien con la ciencia, a ver si todavía se les ocurre dejar de clonarme…-“.
El hecho es que cuando murió Zorrito por primera vez, la regeneración fue un éxito. Claro que no es posible determinar si la conciencia se mantiene en un animal, primero porque nunca fue posible, tampoco, determinar si los animales tienen conciencia. El Zorrito muerto fue incinerado como basura –es sorprendente el poco apego que los vivos demuestran ante el cadáver de un ser que fue clonado-, y el nuevo pronto –muy pronto, demasiado pronto- reemplazó al viejo en el corazón de Danilo. Cómo no creer, viendo pasar el tren de los acontecimientos, que todo iba a estar bien para siempre…
El día en que Danilo murió por primera vez, todavía tenía algunos familiares y conocidos, que asistieron al velatorio y al entierro. Mientras todo eso ocurría, en los laboratorios más sofisticados del mundo estaba naciendo el nuevo Danilo, con una edad de 20 años y una selección de memorias apropiadas a esa edad –hubiera sido trágico que naciera con la memoria del sufrimiento de su muerte anterior, por ejemplo-. Además se le entregaba toda la fortuna de su predecesor, que de alguna manera era él mismo, y un reservorio informático de memorias sólo accesibles de acuerdo a un patrón temporal predeterminado. Un nacimiento ideal, podría decir quien no conoce La Idea.
El viejo Danilo, muerto y enterrado, dio comienzo a su vida en el cementerio esa misma noche, como no podía ser de otra manera. Como cualquier muerto no copiado de antemano, escarbó con sus propias uñas hasta la superficie y recibió el primer baño de luna de su nueva existencia. Qué extraño, pensó, sigo siendo yo mismo… entonces, ¿quién es el otro, mi reemplazo en la vida de los vivos?
Y el nuevo Danilo, el de 20 tiernos añitos, acariciando al tercer Zorrito –porque el segundo también había muerto antes de que el primer Danilo suspirara por última vez- se preguntaba cómo era posible que en él se hubiera conservado la identidad del viejo Danilo. Creyó, de hecho, que se trataba de un milagro inesperado de la ciencia, fruto quizás de la experimentación en terreno desconocido. Siendo que Danilo no había sido el primer clon humano, este hecho ya era suficientemente conocido, pero así y todo a él le pareció sorprendente y hasta místico. No sabía, por supuesto, que el Danilo muerto también tenía esa misma conciencia de sí mismo, pero tampoco le habría preocupado si se hubiera enterado: él estaba muy contento con su propia identidad recobrada.
En cambio, el Danilo muerto, quizás debido a que contaba con más tiempo libre, pasó horas intentando dilucidar el misterio. En vida, era de los partidarios de la “trasmigración del alma”, por así decirlo, a la nueva encarnación, por lo que le resultaba chocante saber que su conciencia permanecía con él. Es bueno seguir siendo uno mismo, pensaba con resignación, pero sería mejor serlo en un cuerpo vivo… Todo esto lo pensaba el Danilo difunto sin saber que, de hecho, también las cosas eran como él hubiera pretendido que fueran.
Así es que, por extravagante e irracional que pudiere parecer, la clonación multiplica, además, las identidades. El Yo deja de tener el sentido habitual, y un mismo Yo puede terminar contenido en dos, tres o miles de cuerpos, a lo largo del tiempo y las sucesivas muertes de las sucesivas encarnaciones.
Durante los milenios que siguieron, sólo un Danilo fue feliz cada vez: el Danilo vivo. Todos los demás –que eran uno solo entre ellos y con la última clonación-, los que salían de la tierra cada noche, nunca pudieron dejar de pensar que lo que habían hecho era aborrecible y erróneo, porque –creían ellos- no tenía nada que ver con la inmortalidad que les habían prometido.
Zorrito siempre fue uno y feliz porque quemaban sus restos como basura.

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