domingo, 4 de octubre de 2009

UN ELEGIDO

Muchas creencias diferentes dan vueltas alrededor del mundo. Todos, de alguna manera, creemos en algo, pero algunos se toman esa creencia tan a pecho que ni siquiera después de la muerte, cuando se supone que todo se aclara, quieren convencerse de que las cosas no son como ellos creían.
En unos de los exóticos países legendarios, de esos en los que las tradiciones florecen en cada rincón, hubo un anciano que desde pequeño fue educado en la doctrina de la Reencarnación, la Metempsicosis, el Traspaso de las Almas. Creía en ella con tanta firmeza, era tanto su misma carne desde el día de su nacimiento, que fue durante toda su vida mentor de muchos. Gracias a él, y a algunos otros que compartían su carácter profundamente religioso, la doctrina se multiplicó de la forma en que los dioses de los mitos hubieran querido (pero no existían).
Cuando el Maestro (llamémoslo así, porque la verdad es que nunca supe su nombre) finalmente murió y despertó en su sepulcro por primera vez, sólo atinó a pensar que había sido malo en la vida y que por eso había reencarnado en algo espantoso. Así y todo, sin resignarse a lo que parecía ser su castigo: permanecer encerrado en un ataúd durante toda esa –posiblemente breve- encarnación, y quizás, pensó, desafiando la voluntad de esos dioses en los que él creía, escarbó como todo muerto hasta salir a la superficie del cementerio.
Lo que vio le llenó el corazón de angustia. Lo que vio, y el hecho de darse cuenta de qué reglas le esperaban durante el porvenir. Aparentemente no había tal cosa como aquella en la que él creía. Todo era un deambular azaroso durante la ausencia de sol y ahí se terminaba todo.
Más que ninguna otra cosa, el haber impartido la enseñanza con tanta convicción y el haber convencido a tantos niñatos de que en algún momento habrían de alcanzar La Disolución del Yo, reafirmó su ánimo hasta el punto de convencerse de que él, Maestro de discípulos, podría cambiar las reglas y adaptarlas a sus convicciones.
Así, y sabiendo que la Muerte solía pasear por los cementerios, pasó noches enteras sentado en su tumba, esperando a que Ella apareciera para poder presentarle su queja y su sugerencia.
La vez que la vio aparecer corrió a su encuentro.
-Muerte – le dijo después de saludarla apropiadamente-. Desde tiempos inmemoriales, una inmensa cantidad de almas han anhelado la Trasmigración que lleva a la Ausencia Final de Conciencia. Es un destino noble. Esto que me está pasando, en cambio, es vergonzoso.
-Vergonzoso será, amigo mío. Pero así es.
Un tanto ofendida, porque ella siempre había creído que morar en el cementerio esperando su visita era algo bueno, la Muerte se fue a hablar con otro.
El Maestro, habiéndose preparado para este tipo de reacciones, y además porque la búsqueda de lo Absoluto en vida le había servido ante todo para aprender a ejercitar la paciencia, no se desanimó. Esperó a la próxima vez.
La Muerte volvió un año después de esa primer visita, porque el mundo es grande y los cementerios muchos. El Maestro la vio y, otra vez, corrió a su encuentro. Si algo no le faltaba al Maestro, era entusiasmo.
La décima vez que vino la Muerte, ya sentía simpatía por el viejo. La decimoquinta le dijo:
-Maestro, puedo darme cuenta de que no vas a cambiar de opinión. Te lo expliqué de trece maneras diferentes, pero aún así te resistes a aceptar que la muerte es esto. Y en este estado, sufres sin merecerlo. He aquí lo que haremos: crearemos tu creencia, pero sólo para ti. ¿Cuáles eran, me decías, las reglas?
Y el Maestro reencarnó en un niño que más tarde sería el último eslabón de la cadena: tanto mérito en vida y en muerte no podían terminar en otra cosa. También es cierto que la Muerte no quería tomarse el trabajo de tener que reencarnarle de nuevo cuando muriese, pero preferimos creer que pesó más lo otro.
El Maestro, cuyo nombre ya no es importante, fue el único que alcanzó el Nirvana que él mismo había creado. La Muerte usó los cuerpos muertos de sus dos encarnaciones para abonar las flores del cementerio, pero él no llegó a saber de esa picardía.

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