domingo, 4 de octubre de 2009

LA MUERTA QUE QUERÍA SER FANTASMA

El problema cuando uno cree todo lo que le dicen, es que después de muerto espera que las cosas sean diferentes de como realmente son. Incluso habiendo conocido las reglas, hay muertos caprichosos que se resisten a aceptar su destino.
Eso es lo que le pasó a muchos, y entre ellos, por poner un ejemplo, al Maestro. Y a Sandra. Sin intenciones de pecar de machista, es necesario decir que, después de la muerte, muchas mujeres suelen portarse como verdaderas chiquilinas.
Sandra creía en que los muertos volvían al mundo de los vivos en forma de fantasmas, para acompañar a sus familiares, darles consejos, advertirles sobre los avatares del destino y demás. Su madre le había metido esas ideas en la cabeza, cuando decía que la abuela de Sandra se le aparecía. Si bien Sandra nunca había presenciado ninguna de esas místicas experiencias, quería creer que así era como funcionaba el más allá. Quizás para no dejarse vencer por la tentación del ateísmo que profesaba su padre: la verdad es que le asustaba el hecho de que la vida fuera sólo una.
Años y años cultivando esa idea, esperando que algún día un fantasma se presentara ante ella, hicieron de Sandra una ferviente adepta a la vida espiritual, y aunque hasta el momento de su muerte no logró ver ni uno solo, expiró creyendo que ella se convertiría en una banshee o algo por el estilo.
Es fácil imaginar su decepción cuando finalmente descubrió cómo son las cosas. Pero, como se dijo, las mujeres muertas suelen ser el colmo de caprichosas, y Sandra no se contentó con Lo Que Está Escrito. Se dijo: yo no quiero esto.
Lo primero que hizo fue buscar al muerto más viejo del cementerio, que salía de su ataúd cada vez menos porque le quedaba poca carne y sus huesos amenazaban con descolocarse en cada movimiento. El día en que Sandra lo buscó no pensaba salir, pero fue tanta la insistencia, tan molestos los gritos de la mujer sobre la antigua tumba reclamando su presencia que, decidido a poner menos en riesgo su cordura que su integridad física, se arriesgó. Sólo asomando la cabeza de la tierra, le dijo lo que sabía: que nunca había oído nada sobre la existencia de fantasmas.
Más decepcionada que antes, siguió preguntando, cada vez a muertos menos sabios y cada vez con menos esperanzas de que le fuera dada una respuesta que pudiera ayudarla. Nadie lo hizo, y peor aún, los modales cada vez menos amables de Sandra –que ni siquiera había sido amable al principio-, sumados a su molesta insistencia, le acarrearon una pésima fama en el cementerio. Tanto, que al final el resto de los muertos se confabularon, y sin darse cuenta, le dieron lo que ella quería. O casi.
Una noche de tantas, mientras Sandra deambulaba pensando en alguna otra manera de conseguir información, todos los demás se le tiraron encima. A lo bestia, casi como si se tratara de un invasor vivo, la despedazaron con sus propias manos.
Lo que ellos no sabían, porque nunca había pasado antes, es que al hacer eso, en realidad estaban arrancándole el cuerpo, pero de ninguna manera terminando con su existencia. Al limpiarlo de toda podredumbre, el “fantasma” de Sandra finalmente quedó libre. Lo primero que hizo fue huir de la multitud enardecida. Luego intentó escapar del cementerio, para ir y aconsejar a algún familiar vivo, pero pronto se dio cuenta de que, fantasma o no, seguía muerta, y muchas de las reglas seguían siendo válidas para ella. No le estaba permitido atravesar los confines del terreno.
Así y todo, meditó sobre las ventajas y vio que había salido ganando. Ya no tenía que salir del cajón, no tenía que ensuciarse para llegar a la superficie, y no dependía de si era día o noche. Podía vagar por el cementerio siempre que quisiera, y si bien la luz del día no permitía adivinar su presencia, podía asustar a los vivos con su voz de viento. Por la noche los que la habían descuartizado la veían arrastrarse por el aire, sin rumbo fijo pero con un semblante tranquilo, algo resignado, pero también veladamente triunfal. Ya no les molestaba su presencia porque su voz no era más la de ellos, lo cual era afortunado porque, si hubiera seguido importunándoles, esta vez no había forma de deshacerse de ella.
Sandra, por otro lado, habitaba una existencia aparte, y ni siquiera sentía rencor por lo que le habían hecho. Los ignoraba como si nunca los hubiera conocido, sabiéndose la única que los sobreviviría (¿sobremoriría?) a todos.

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