jueves, 6 de agosto de 2009

EL PRIMER MORADOR DE UN CEMENTERIO

En cualquier cementerio siempre hay un primer muerto. Ya sabemos la historia del Primer Muerto de todos, pero ahora queremos (¿queremos, no?) saber qué le pasa a un primer muerto cualquiera en cualquier cementerio.
Y qué mejor que ilustrar con un ejemplo este conjunto de tan encantadoras anécdotas. ¿No?
Bueno. Decía entonces, a modo de ejemplo pero que se puede generalizar sin problemas, que en el cementerio de Luján (que es el que más conozco porque nací ahí; no en el cementerio, en Luján), hace mucho tiempo (varios siglos, calculo), cuando todavía era un campo verde lleno de vida y vacío de muerte (pero que ya tenía el cartel de “Cementerio” en la puerta), llegó el día en que un señor (residente de Luján, se entiende) murió y tuvo que ser enterrado allí (en ese campo de verdor y vida de la antigüedad colonial de nuestra provincia –que desde entonces quedó manchado de muerte para siempre-). Como era el primero, el enterrador (bien novato el muchacho –antes era vendedor de escarapelas-), siguiendo las instrucciones de todos los asistentes (estaban el virrey y todo su séquito, los familiares del muerto, y el resto del pueblo, que todavía era poca gente), lo enterró en el centro del campo (todavía no santo). A Rómulo, que así se llamaba el muerto de quien estamos hablando.
En esa época, como la vivienda era muy cara, se usaba (en los demás pueblos, ya que en Luján éste era el primer cementerio que había) que el sepulturero (o enterrador, como dijimos antes –ah, se llamaba Benito, ningún bendito, tanto como el cementerio no era aún ningún camposanto) viviera en el cementerio (o futuro camposanto). Y como éste no era más (aún) que un terreno despojado de todo, con sólo una cruz en el medio (la de Rómulo), desde la casilla que le habían construido en una esquina, Benito veía todo.
Una noche de luna llena (sin nubes) en la que Benito no podía conciliar el sueño (no porque tuviera miedo a nada, sino porque había comido mucho en la cena), noche de calor de verano, que da la casualidad que era además la primera noche después del entierro (las casualidades en esa época abundaban, igual que los milagros en la época de Cristo), el muchacho (Benito) salió de la casilla a caminar un rato (porque como se dijo, no le tenía miedo a nada, y menos a un cementerio con un solo muerto. En realidad, para ser francos, no le tenía miedo a nada porque era un poco corto de entendimiento, que ése era el tipo de gente que contrataban antes para enterrar muertos, pero si quieren mantengan la ilusión de que era un chico muy valiente).
Y casualmente, mientras Benito caminaba bajo la luz de la luna (llena, muy luminosa), Rómulo salió por primera vez de su tumba. De más está decir que los dos se llevaron una gran sorpresa al verse (al ver cada uno al otro, quiero decir). Ninguno de los dos se asustó (Benito ya se sabe por qué, y Rómulo porque sabía que en el cementerio el muerto manda), pero se quedaron un buen rato mirándose (el uno al otro, porque mirarse cada uno a sí mismo en semejante circunstancia hubiese sido raro…), hasta que el más tontito (Benito el tontito) dijo “Hola” (o como quiera que se dijera “Hola” en esos tiempos).
-Hola – respondió Rómulo. – Estás vivo. Se supone que te tengo que asustar.
-A mí no me asusta nada.
-Lo veo. ¿Ni siquiera si te amenazo con morderte el cerebro?
-Intentalo y te vuelo de un palazo.
-Ja, no te preocupes. Estaba alardeando. Pero veo que sos inmune a las tretas que los muertos aprendemos al morir. ¿Por qué no caminamos un rato?
-Bueno, caminemos.
Rómulo habló de la sorpresa que le causaron las certidumbres con que despertó, de cómo todo era claro una vez pasada la muerte, del orgullo que le daba ser el primero de la lista, etc. Benito más que nada escuchaba, porque no era muy dado a la mística ni a la filosofía. Pero escuchaba bien, como esos a quienes da gusto hablarles. Por eso Rómulo enseguida se encariñó con él.
-Extraño es, muchacho –dijo finalmente Rómulo-, que no te sorprenda estar hablando con un muerto.
-La verdad que sí.
A esa altura a Benito ya le había dado sueño, así que saludó a Rómulo (de lejos, porque si bien no tenía miedo, le impresionaba un poco la idea de tocar la mano de un muerto) y se fue a dormir. Rómulo continuó apreciando su “nueva vida” hasta el amanecer, cuando, de acuerdo a las reglas, debía volver a su ataúd.
Los días (y las noches, que es lo que nos interesa más) transcurrieron tranquilos; Benito no dijo a nadie lo que pasaba en el cementerio (y si lo hubiera dicho, ¿quién le habría creído a un tontito como él?) porque no creía que se tratara de ningún hecho notable, y la relación con Rómulo (que progresaba sólo durante las noches en que Benito sufría de insomnio y que no hacía frío –porque entonces (digo, si hacía frío) Benito no salía de la casilla-) seguía el canon abuelo-nieto, que ya se vislumbraba en el diálogo de la primera vez.
Era previsible que todo hubiera de cambiar cuando llegara el segundo muerto; y un día, el segundo muerto llegó.
Rómulo conocía muy bien las reglas. Desde el primer momento supo que, cuando el cementerio comenzara a poblarse, le resultaría imposible eludir su destino: alzarse contra los vivos que osaran pisar el terreno de los muertos durante la noche. A pesar de que el chico le caía bien, las leyes tienen que cumplirse. Pero más allá de eso, su propio instinto de muerto, ahora potenciado por la presencia de un semejante, quería que se arrojara sobre el profanador y le arrancara la piel a pedazos. Sólo no podía hacerlo, porque el vivo hubiera resultado más fuerte que él. Pero con aliados, las cosas cambiaban.
El nuevo muerto conoció la historia de Rómulo y Benito durante su primera noche, y entre los dos idearon un plan. Si hubieran podido, habrían invadido la casilla mientras Benito dormía, pero acceder a terreno de vivos les estaba absolutamente vedado. Había que esperar a que el muchacho saliera a caminar una noche. Y para esa noche los dos estaban preparados.
Presa de una nueva indigestión y carente de sueño, Benito dejó insensatamente la casilla para dar inicio a la noche de su muerte.
Rómulo lo esperaba sobre su tumba, con una expresión ingenua que hubiera hecho sospechar a la mayoría, pero no a Benito. Como siempre, caminaron.
En las sombras de una esquina se ocultaba el nuevo muerto, que había secuestrado la pala que Benito dejaba contra la pared de su casilla. Cuando la pareja pasó por allí, Benito por completo desprevenido, el nuevo, midiendo la fuerza del impacto para tumbarlo pero no matarlo, descargó el canto de la pala en la cabeza del chico. El pobre cayó al piso, y antes siquiera de que tuviera tiempo de desvanecerse, los dos muertos se le tiraron encima y, ahora sí, le arrancaron toda la piel.
Al día siguiente, después de que las autoridades encontraran el cuerpo mutilado, diagnosticaran asesinato y lo enterraran, Benito pasó a integrar la versión putrefacta del Primer Triunvirato. Sin rencores, les dijo:
-Che, miren cómo me dejaron.
Y los tres se rieron. En vano esperaron que otro sepulturero cometiera la insensatez de pasearse por el cementerio de noche: desde ese episodio, no se volvió a permitir que nadie viviera en la casilla.

DEL POLVO Y AL POLVO

Durante siglos se creyó que el cuerpo muerto debía ser conservado en las mejores condiciones posibles, ya que se esperaba una Resurrección de la Carne como anuncia el Apocalipsis de San Juan. Los que podían elegían ser embalsamados, o congelados, de manera tal que su cuerpo pudiera gozar de todas las ventajas de una futura existencia sin podredumbre encima.
Con el paso del tiempo y el relajamiento de las costumbres y de las ideas religiosas, los entierros se volvieron menos elaborados, y si bien los cuerpos seguían siendo depositados en ataúdes y a la tierra, casi ningún testamento pedía explícitamente un tratamiento especial. Fue así como los hijos de los difuntos, cada vez más preocupados por la economía y cada vez menos por los muertos, optaron cada vez con mayor frecuencia por quemar los restos de sus antepasados: una urna llena de ceniza requiere menos mantenimiento que un cajón lleno de huesos, se decían, con escaso o inexistente respeto por la memoria.
Durante la cremación el cuerpo muerto no sufre. Tampoco ocurre como durante la descomposición, en la que fragmentos de identidad se esparcen indefinidamente. Con el fuego la existencia se purifica, bien lo han dicho los sabios bíblicos y quienes quemaron mártires. Lo han dicho, pero sin conocer el verdadero significado de lo que estaban diciendo.
El fuego, entonces, purifica de todo mal. El alma que se consume en el fuego renace ajena a todo sufrimiento, porque la esencia de todo mal es justamente el sufrimiento.
La historia de Bernardina se desarrolló con normalidad por ese camino. Si bien mientras la quemaban no era consciente de nada de lo que le pasaba, de alguna manera sentía cómo se iba despojando de todo lo que le sobraba. Bernardina no creía en una existencia después de la muerte, y si bien no podría decirse que lo estaba sabiendo, sí es cierto que algo en ella intuía que todo iba a estar bien por toda la eternidad.
Con profundo respeto, los hijos de Bernardina llevaron la urna con las cenizas al mausoleo de la familia. Ella era la primera en ser incinerada, por lo que el resto de los antepasados todavía reposaba en sendos ataúdes. Con el tiempo, y respetando el sentido común que dice que hay que reducir costos, los familiares fueron cremando, uno por uno, los restos de cada uno de ellos.
Cuando la generación siguiente se hizo cargo de la administración del mausoleo, las cosas cambiaron bastante. No sólo el mundo había avanzado hacia el estado de respeto nulo por los muertos, sino que además ninguno de los que quedaba sentía el menor atisbo de apego a la memoria de Bernardina, ni a la de ninguno de los otros. Mantener semejante edificio sólo para resguardar unos cuantos puñados de cenizas les pareció molesto al principio, y directamente absurdo después. Pensando en usar el dinero para comprar un nuevo televisor, los jóvenes descendientes de Bernardina se deshicieron de todas las cenizas de la forma más sencilla posible: la dejaron volar con el viento.
Durante todo el tiempo en que estuvo en la urna, Bernardina despertó por las noches, como todo muerto, pero en lugar de vagar sin sentido por el cementerio, cosa que no habría podido hacer de todos modos, permaneció recogida sobre sí misma, sintiendo un profundo apego hacia el universo y ajena a todo pensamiento doloroso. El estado de Bernardina era el más cercano que se podría haber imaginado al descripto en el Paraíso de los cristianos: ella seguía siendo ella misma, pero no sufría de ninguna manera, gracias al poder purificador de las llamas.
Podría haber seguido así por toda la eternidad, y sin embargo la osadía de los parientes la llevó un escalón más arriba. Al dispersarse, la unión de Bernardina, y de cada uno de los demás, con el universo se amplió más allá de lo que el apego a la identidad se hubiera atrevido a tolerar: si antes sentía una comunión intensa con todo lo que existe, ahora ella era ese universo. Sin sospecharlo, los imberbes impertinentes habían acercado a Bernardina al ideal de la existencia tanto como es posible para un ser humano: sin siquiera haberlo intentado, quizás incluso sin saber lo que la palabra significaba, Bernardina casi había alcanzado el Nirvana.
Claro que sólo durante las noches, cuando despertaba… durante el día, permanecía tan muerta como cualquiera. El ideal y la ley van siempre de la mano, mal que nos pudiere pesar la aparente incongruencia…

LA LOCA

Los padres de María de alguna manera sabían que si seguían tomando y drogándose como lo hacían, los daños en el feto iban a ser irreversibles. Durante los primeros años prácticamente no se notó: María tenía ataques espontáneos de llanto o se ponía a gritar como una marrana, pero las crisis duraban apenas segundos y no se repetían con frecuencia.
El problema se hizo más evidente durante la adolescencia: María no podía concentrarse en el colegio, los novios no le duraban más de un par de semanas y los ataques de llanto eran cada vez más intensos. En algunos casos, cuando venían acompañados por brotes histéricos, llegó a arrancarse pedazos del cuero cabelludo.
Después del segundo intento de suicidio, los padres decidieron que ya era hora de internarla, alegando que lo hacían por su propia seguridad. Ella no se resistió porque la habían drogado antes de llevarla al psiquiátrico, pero cuando volvió a la realidad sufrió otro ataque. Los médicos habían tomado las precauciones necesarias como para que ya no volviera a hacerse daño, pero así y todo el hecho de verla darse la cabeza contra las paredes acolchonadas desgarraba el corazón. Casi nadie se atrevía a mirarla a los ojos, porque de alguna manera temían que semejante desesperación y tristeza pudieran transmitirse desde esa mirada tan espantosamente intensa.
El resto de la vida de María transcurrió en reclusión; su enfermedad se agravaba cada día y finalmente su mente no pudo más y colapsó por completo. El resto del cuerpo le siguió el juego, y simplemente decidió dejar de funcionar. Así murió María, la loca que a nadie le interesa recordar porque asusta, como si antes de muerta ya se hubiera convertido en una aparición.
La noche después de su muerte, despertó y salió a la superficie del cementerio.
Si algo tiene de bueno el pasaje a la siguiente vida, es que la mayor parte de las enfermedades ya no afectan al cuerpo reanimado. En particular, las fallas en el cerebro, como las que acosaron a María durante su breve vida, dejan de molestar al espíritu, y éste despierta a una nueva existencia llena de cordura.
Lo malo es que el muerto puede mirar hacia atrás, y recordar todo lo que pasó hasta entonces.
María vio los años en el sanatorio desde una nueva óptica: se vio a sí misma desde afuera, como si se hubiera convertido en uno de los médicos que aspiraban a mantenerla viva por mero ejercicio de su profesión.
Si ver a un familiar retardado o loco es tremendo, verse a uno mismo en ese estado es abominable. María se vio, y deseó al instante perder la memoria para siempre, porque lo que vio la llenó de amargura y dolor: la única vida de verdad que podría haber vivido había estado velada por el pesado manto de la locura. Ningún amor, ninguna alegría: ¡no había conocido las sensaciones, las emociones… nada de nada! Ahora ya era tarde: el muerto podía despertar por las noches, deambular, y hasta incluso divertirse o sufrir, pero todo lo que pudiera pasarle a partir de ahora tendría un sabor edulcorado al compararlo con la verdadera dulzura de la vida.
María nunca se recuperó de la tristeza, porque la memoria del muerto es infalible y todas las noches despertaba con el mismo recuerdo llenando su ahora lúcida mente. Para ella hubiera sido mejor desaparecer del todo, antes que resucitar cada noche a la misma agonía.
Pero así son las cosas después de la muerte… a uno ya no le quedan prácticamente opciones.

EL DESEO PERPETUO

Estéfano murió tres meses después de haber conocido a Catalina. Se lo llevó un cáncer de pulmón, producto del cigarrillo, y que, dada su juventud, avanzó más rápidamente incluso que todas las previsiones de los mejores médicos.
El romance de Estéfano y Catalina se truncó en lo mejor: él no murió tras ningún tipo de agonía sino de repente, y pudieron disfrutar del placer de estar juntos hasta casi el último momento.
A Estéfano y a Catalina los unía, antes que cualquier otra cosa, la pasión. Ambos sintieron, durante el poco tiempo que duró la relación y sin altibajos de ninguna especie, un profundo deseo por el otro. Cada vez que se veían comenzaban a sudar antes incluso de tocarse, y no pasaba un día sin que tuvieran sexo repetidas veces.
Es por eso que la muerte de Estéfano fue sentida como más cruel que las demás en al menos dos sentidos: por los familiares, debido a la corta edad del muchacho; y por su chica, a causa de la felicidad y, por qué no decirlo, el placer que le estaban arrebatando.
Era tal la pasión que los dos habían sentido, que incluso después de la muerte, Estéfano no podía desprenderse de ella. De hecho, y ayudado por las pocas atracciones que ofrece el cementerio de la ciudad donde vivió y murió, no había otra cosa en la que pensara cada vez que salía de su ataúd. Y peor aún, en lugar de amainar con el tiempo, el deseo se hizo cada vez más intenso.
Las primeras noches hizo lo posible por esconderse detrás de algún mausoleo o de algún arbusto frondoso, para poder –Dios me perdone- tocarse mientras pensaba en su novia –porque así la seguía sintiendo, como si aún existiera la posibilidad de volver a tenerla a su lado-. El ínfimo placer que obtenía de estas prácticas estaba muy lejos de ser suficiente, pero sabía que era todo a lo que podía aspirar. Más adelante, cuando ya le resultó incómodo tener que andar escondiéndose, y cuando dejó de interesarle por completo el resto de los muertos que merodeaban entre las lápidas, ya no volvió a salir del ataúd y se dedicó a hacer lo suyo, cada noche, encerrado y solo.
Nunca supo lo que pasaba durante el día.
Al mausoleo de la familia de Estéfano se accedía sólo después de abrir la puerta, que permanecía siempre bajo llave. La única copia estaba en poder de la madre, por lo que cada vez que Catalina la pedía para ir a visitar a su amado, sabía que, después de encerrarse con el muerto, nadie podía molestarlos. En semejantes circunstancias, enceguecida por el mismo deseo que acosaba cada noche a Estéfano, Catalina practicaba -Dios me libre y guarde- necrofilia con el cuerpo de quien le había dado tantas alegrías en vida.
Así siguieron las cosas por el tiempo que el cuerpo de Estéfano estuvo en condiciones: ella gozando de él durante el día, y él usando lo poco que le quedaba de ella, su recuerdo, cada noche. Amándose, por decirlo de alguna manera, a destiempo, sin que ninguno de los dos supiera que seguían tan juntos como era posible.
Y como toda historia de amor trágico, ésta también termina mal. Cuando Catalina murió fue enterrada en otro cementerio, porque desde hacía tiempo vivía en otra ciudad, y nunca más volvieron a verse.

sábado, 1 de agosto de 2009

ADVERTENCIA PARA EL SUICIDA

-Me mato. Me mato –dijo, y se mató. Dejó las sutilezas de lado, porque la desesperación no obedece razones: se tiró desde un décimo piso y se estampó contra el suelo. Costó bastante despegarlo.
Ahora se usa velar al suicida como si fuera un muerto común: antes ni siquiera se lo pasaba por la iglesia. De todos modos, como este suicida en particular no tenía ni familiares ni amigos, la carroza fúnebre cruzó la puerta del templo sin detenerse y sin aminorar la velocidad.
Más allá de ese insignificante cambio formal, todo sigue igual: el tratamiento posterior del suicida será eternamente el mismo.
Su primera noche de vida después de la muerte fue decisiva en su destino, y las que siguieron no difirieron mucho de esa. Se levantó y echó a andar por entre las tumbas; los demás todavía no habían escarbado su camino hacia el exterior –debe recordarse que el muerto reciente es el primero en salir de su ataúd-. Los árboles floridos le regalaban su perfume y la leve brisa llevaba rumores entrecortados a las frondosas copas. La luna le sonreía, las estrellas danzaban sólo para él.
- Así vale la pena estar muerto- se dijo. Como si lo hubiesen escuchado, en ese momento se levantaron algunos, y después el resto. Uno ellos, que tenía cara de compadrito, se acercó y le dijo:
- Bienvenido-. Se dio vuelta, y ordenó: -Todos los suicidas contra la pared. Vamos.- Volvió a mirarlo, y desde detrás de una sonrisa perversa murmuró:- Vos también, pichón.
Con él eran diez. Todos estaban de espaldas, dando la cara a las piedras del muro. Había una sola mujer.
Sintió calor, la temperatura subía rápidamente a sus espaldas. Los ladrillos gastados se iluminaron con un rojo intenso, y una carcajada aterradora le llenó la cabeza.
Miró: más le hubiera valido no hacerlo. Sobre una tumba cercana se alzaba una criatura asquerosa: pequeña, con patas de cabra y cuernos en espiral. La baba le caía de la boca y se perdía en una barba negra y sucia.
- ¿Quién es el joven hermoso?- preguntó la criatura.
- Recién llegado- contestó el compadrito.
- Que venga.
Como se resistía a ir, lo llevaron arrastrando sus pies. El repulsivo ser no tenía ojos pero de alguna manera tenía que poder verlo, porque le orinó encima, justo sobre la cara.
- Desde hoy serás mi preferido. El primero y el último.
Lo ultrajó de la manera más repugnante, y después hizo lo mismo con los demás. El dolor era terrible y se mezclaba con un profundo asco. Al final volvió a él.
- Te toca de nuevo- le dijo-. Sabelo desde ahora y para siempre: sos mi preferido.
Fue peor esta vez, y debió soportar el aliento pestilente en su boca.
- ¿Así que no te gustaba tu vida?- le decía la bestia-. Ahora vas a gozar de mi compañía para siempre.
Y lo peor era que no podía escapar. Esta vez no podía.

EN EL CAMPO DE BATALLA

Nos quisieron enseñar el patriotismo en una sola lección, creyendo que así íbamos a estar mejor preparados para ir a defender nuestra tierra. Después de años de abandono, durante los cuales aprendimos más que de memoria que la tierra no era nuestra, en una noche, arriba del barco que nos llevaba a la guerra, nos dijeron que íbamos a pelear por lo nuestro. Nos miramos de reojo sin revelar nada, pero por dentro, más allá del terror, cada uno sabía que los demás se estaban riendo a carcajadas.
Los combates eran muy breves, de a varios minutos por vez, pero continuos. En cada uno morían varios de los nuestros, y siempre más que de los del otro bando. Fui uno de los últimos; cuando ya no quedaba nadie para resistir afuera, el enemigo pudo llegar a nuestra trinchera y acribillar a los pocos que quedábamos.
Una vez muerto, comprendí algunas reglas, supongo que las necesarias. Es curioso: están en nuestra mente desde que nacemos, pero durante toda la vida no podemos o no queremos entenderlas. ¿Pasará con todos lo mismo? Me atrevo a pensar que sí.
Sabía al menos que, si estaba despierto, muerto pero consciente de alguna manera, y moviéndome para salir de la trinchera en la que me habían baleado, sólo podía haber una explicación: que todo mi batallón también estuviera muerto. Sólo de esa manera pueden los muertos de guerra despertar sin encontrarse en un cementerio: todos asesinados en el mismo campo de batalla.
Lo primero que sentí fue amargura: habíamos perdido. Ninguno había sobrevivido. Pero pasó pronto: luego me di cuenta de que, si las cosas no hubieran ocurrido de esa manera, ni yo ni ningún otro estaríamos de pie una vez más. Porque así era: bajo la luna, única pero suficiente fuente de luz en la noche lúgubre, pude ver cómo el resto de mis compañeros se levantaban y avanzaban hacia los que iban reconociendo. Incluso los que habíamos enterrado en el pequeño cementerio que habíamos improvisado detrás de los cuarteles, salían a la superficie por un agujero en la tierra, hecho por sus propias manos.
Muchos estaban mutilados, algunos hasta el extremo de lo irreconocible, pero de todas maneras intentaban renacer de la forma en que fuera posible: arrastrándose, cojeando o simplemente moviéndose espasmódicamente en el lugar donde habían caído, porque varios habían perdido todas las extremidades. Los que estábamos relativamente completos ayudamos en lo que pudimos, aunque sólo fuera acercándonos a los más desafortunados para charlar con ellos.
Poco a poco comenzamos a darnos cuenta de lo que debería haber sido evidente desde el principio: teníamos sólo una noche: esa. Al amanecer los enemigos recogerían todos nuestros cuerpos, otra vez inertes, para limpiar la sangre de la tierra que habían conquistado y que defenderían, de ese momento en más, como si siempre hubiera sido de ellos. Quién sabe qué harían con nosotros: probablemente nos quemarían a todos juntos como ofrenda a los dioses de la Destrucción, y nuestras cenizas, mezcladas sin remedio, serían la memoria eterna del batallón completo. Pero también podían arrojarnos al mar para que los tiburones y una horrible agonía se encargaran de nosotros.
Así que aquí estamos todos: recordando los mejores momentos de los peores días de nuestras vidas; sabiendo que nuestro destino dejó de estar en nuestras manos y esperando -¿inútilmente?- que quienes dispongan finalmente de nosotros puedan atisbar alguna de esas reglas, que conocen pero no saben ver, para no prolongar nuestro inmerecido calvario.