sábado, 1 de agosto de 2009

EN EL CAMPO DE BATALLA

Nos quisieron enseñar el patriotismo en una sola lección, creyendo que así íbamos a estar mejor preparados para ir a defender nuestra tierra. Después de años de abandono, durante los cuales aprendimos más que de memoria que la tierra no era nuestra, en una noche, arriba del barco que nos llevaba a la guerra, nos dijeron que íbamos a pelear por lo nuestro. Nos miramos de reojo sin revelar nada, pero por dentro, más allá del terror, cada uno sabía que los demás se estaban riendo a carcajadas.
Los combates eran muy breves, de a varios minutos por vez, pero continuos. En cada uno morían varios de los nuestros, y siempre más que de los del otro bando. Fui uno de los últimos; cuando ya no quedaba nadie para resistir afuera, el enemigo pudo llegar a nuestra trinchera y acribillar a los pocos que quedábamos.
Una vez muerto, comprendí algunas reglas, supongo que las necesarias. Es curioso: están en nuestra mente desde que nacemos, pero durante toda la vida no podemos o no queremos entenderlas. ¿Pasará con todos lo mismo? Me atrevo a pensar que sí.
Sabía al menos que, si estaba despierto, muerto pero consciente de alguna manera, y moviéndome para salir de la trinchera en la que me habían baleado, sólo podía haber una explicación: que todo mi batallón también estuviera muerto. Sólo de esa manera pueden los muertos de guerra despertar sin encontrarse en un cementerio: todos asesinados en el mismo campo de batalla.
Lo primero que sentí fue amargura: habíamos perdido. Ninguno había sobrevivido. Pero pasó pronto: luego me di cuenta de que, si las cosas no hubieran ocurrido de esa manera, ni yo ni ningún otro estaríamos de pie una vez más. Porque así era: bajo la luna, única pero suficiente fuente de luz en la noche lúgubre, pude ver cómo el resto de mis compañeros se levantaban y avanzaban hacia los que iban reconociendo. Incluso los que habíamos enterrado en el pequeño cementerio que habíamos improvisado detrás de los cuarteles, salían a la superficie por un agujero en la tierra, hecho por sus propias manos.
Muchos estaban mutilados, algunos hasta el extremo de lo irreconocible, pero de todas maneras intentaban renacer de la forma en que fuera posible: arrastrándose, cojeando o simplemente moviéndose espasmódicamente en el lugar donde habían caído, porque varios habían perdido todas las extremidades. Los que estábamos relativamente completos ayudamos en lo que pudimos, aunque sólo fuera acercándonos a los más desafortunados para charlar con ellos.
Poco a poco comenzamos a darnos cuenta de lo que debería haber sido evidente desde el principio: teníamos sólo una noche: esa. Al amanecer los enemigos recogerían todos nuestros cuerpos, otra vez inertes, para limpiar la sangre de la tierra que habían conquistado y que defenderían, de ese momento en más, como si siempre hubiera sido de ellos. Quién sabe qué harían con nosotros: probablemente nos quemarían a todos juntos como ofrenda a los dioses de la Destrucción, y nuestras cenizas, mezcladas sin remedio, serían la memoria eterna del batallón completo. Pero también podían arrojarnos al mar para que los tiburones y una horrible agonía se encargaran de nosotros.
Así que aquí estamos todos: recordando los mejores momentos de los peores días de nuestras vidas; sabiendo que nuestro destino dejó de estar en nuestras manos y esperando -¿inútilmente?- que quienes dispongan finalmente de nosotros puedan atisbar alguna de esas reglas, que conocen pero no saben ver, para no prolongar nuestro inmerecido calvario.

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