jueves, 6 de agosto de 2009

LA LOCA

Los padres de María de alguna manera sabían que si seguían tomando y drogándose como lo hacían, los daños en el feto iban a ser irreversibles. Durante los primeros años prácticamente no se notó: María tenía ataques espontáneos de llanto o se ponía a gritar como una marrana, pero las crisis duraban apenas segundos y no se repetían con frecuencia.
El problema se hizo más evidente durante la adolescencia: María no podía concentrarse en el colegio, los novios no le duraban más de un par de semanas y los ataques de llanto eran cada vez más intensos. En algunos casos, cuando venían acompañados por brotes histéricos, llegó a arrancarse pedazos del cuero cabelludo.
Después del segundo intento de suicidio, los padres decidieron que ya era hora de internarla, alegando que lo hacían por su propia seguridad. Ella no se resistió porque la habían drogado antes de llevarla al psiquiátrico, pero cuando volvió a la realidad sufrió otro ataque. Los médicos habían tomado las precauciones necesarias como para que ya no volviera a hacerse daño, pero así y todo el hecho de verla darse la cabeza contra las paredes acolchonadas desgarraba el corazón. Casi nadie se atrevía a mirarla a los ojos, porque de alguna manera temían que semejante desesperación y tristeza pudieran transmitirse desde esa mirada tan espantosamente intensa.
El resto de la vida de María transcurrió en reclusión; su enfermedad se agravaba cada día y finalmente su mente no pudo más y colapsó por completo. El resto del cuerpo le siguió el juego, y simplemente decidió dejar de funcionar. Así murió María, la loca que a nadie le interesa recordar porque asusta, como si antes de muerta ya se hubiera convertido en una aparición.
La noche después de su muerte, despertó y salió a la superficie del cementerio.
Si algo tiene de bueno el pasaje a la siguiente vida, es que la mayor parte de las enfermedades ya no afectan al cuerpo reanimado. En particular, las fallas en el cerebro, como las que acosaron a María durante su breve vida, dejan de molestar al espíritu, y éste despierta a una nueva existencia llena de cordura.
Lo malo es que el muerto puede mirar hacia atrás, y recordar todo lo que pasó hasta entonces.
María vio los años en el sanatorio desde una nueva óptica: se vio a sí misma desde afuera, como si se hubiera convertido en uno de los médicos que aspiraban a mantenerla viva por mero ejercicio de su profesión.
Si ver a un familiar retardado o loco es tremendo, verse a uno mismo en ese estado es abominable. María se vio, y deseó al instante perder la memoria para siempre, porque lo que vio la llenó de amargura y dolor: la única vida de verdad que podría haber vivido había estado velada por el pesado manto de la locura. Ningún amor, ninguna alegría: ¡no había conocido las sensaciones, las emociones… nada de nada! Ahora ya era tarde: el muerto podía despertar por las noches, deambular, y hasta incluso divertirse o sufrir, pero todo lo que pudiera pasarle a partir de ahora tendría un sabor edulcorado al compararlo con la verdadera dulzura de la vida.
María nunca se recuperó de la tristeza, porque la memoria del muerto es infalible y todas las noches despertaba con el mismo recuerdo llenando su ahora lúcida mente. Para ella hubiera sido mejor desaparecer del todo, antes que resucitar cada noche a la misma agonía.
Pero así son las cosas después de la muerte… a uno ya no le quedan prácticamente opciones.

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