jueves, 6 de agosto de 2009

EL DESEO PERPETUO

Estéfano murió tres meses después de haber conocido a Catalina. Se lo llevó un cáncer de pulmón, producto del cigarrillo, y que, dada su juventud, avanzó más rápidamente incluso que todas las previsiones de los mejores médicos.
El romance de Estéfano y Catalina se truncó en lo mejor: él no murió tras ningún tipo de agonía sino de repente, y pudieron disfrutar del placer de estar juntos hasta casi el último momento.
A Estéfano y a Catalina los unía, antes que cualquier otra cosa, la pasión. Ambos sintieron, durante el poco tiempo que duró la relación y sin altibajos de ninguna especie, un profundo deseo por el otro. Cada vez que se veían comenzaban a sudar antes incluso de tocarse, y no pasaba un día sin que tuvieran sexo repetidas veces.
Es por eso que la muerte de Estéfano fue sentida como más cruel que las demás en al menos dos sentidos: por los familiares, debido a la corta edad del muchacho; y por su chica, a causa de la felicidad y, por qué no decirlo, el placer que le estaban arrebatando.
Era tal la pasión que los dos habían sentido, que incluso después de la muerte, Estéfano no podía desprenderse de ella. De hecho, y ayudado por las pocas atracciones que ofrece el cementerio de la ciudad donde vivió y murió, no había otra cosa en la que pensara cada vez que salía de su ataúd. Y peor aún, en lugar de amainar con el tiempo, el deseo se hizo cada vez más intenso.
Las primeras noches hizo lo posible por esconderse detrás de algún mausoleo o de algún arbusto frondoso, para poder –Dios me perdone- tocarse mientras pensaba en su novia –porque así la seguía sintiendo, como si aún existiera la posibilidad de volver a tenerla a su lado-. El ínfimo placer que obtenía de estas prácticas estaba muy lejos de ser suficiente, pero sabía que era todo a lo que podía aspirar. Más adelante, cuando ya le resultó incómodo tener que andar escondiéndose, y cuando dejó de interesarle por completo el resto de los muertos que merodeaban entre las lápidas, ya no volvió a salir del ataúd y se dedicó a hacer lo suyo, cada noche, encerrado y solo.
Nunca supo lo que pasaba durante el día.
Al mausoleo de la familia de Estéfano se accedía sólo después de abrir la puerta, que permanecía siempre bajo llave. La única copia estaba en poder de la madre, por lo que cada vez que Catalina la pedía para ir a visitar a su amado, sabía que, después de encerrarse con el muerto, nadie podía molestarlos. En semejantes circunstancias, enceguecida por el mismo deseo que acosaba cada noche a Estéfano, Catalina practicaba -Dios me libre y guarde- necrofilia con el cuerpo de quien le había dado tantas alegrías en vida.
Así siguieron las cosas por el tiempo que el cuerpo de Estéfano estuvo en condiciones: ella gozando de él durante el día, y él usando lo poco que le quedaba de ella, su recuerdo, cada noche. Amándose, por decirlo de alguna manera, a destiempo, sin que ninguno de los dos supiera que seguían tan juntos como era posible.
Y como toda historia de amor trágico, ésta también termina mal. Cuando Catalina murió fue enterrada en otro cementerio, porque desde hacía tiempo vivía en otra ciudad, y nunca más volvieron a verse.

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