jueves, 6 de agosto de 2009

DEL POLVO Y AL POLVO

Durante siglos se creyó que el cuerpo muerto debía ser conservado en las mejores condiciones posibles, ya que se esperaba una Resurrección de la Carne como anuncia el Apocalipsis de San Juan. Los que podían elegían ser embalsamados, o congelados, de manera tal que su cuerpo pudiera gozar de todas las ventajas de una futura existencia sin podredumbre encima.
Con el paso del tiempo y el relajamiento de las costumbres y de las ideas religiosas, los entierros se volvieron menos elaborados, y si bien los cuerpos seguían siendo depositados en ataúdes y a la tierra, casi ningún testamento pedía explícitamente un tratamiento especial. Fue así como los hijos de los difuntos, cada vez más preocupados por la economía y cada vez menos por los muertos, optaron cada vez con mayor frecuencia por quemar los restos de sus antepasados: una urna llena de ceniza requiere menos mantenimiento que un cajón lleno de huesos, se decían, con escaso o inexistente respeto por la memoria.
Durante la cremación el cuerpo muerto no sufre. Tampoco ocurre como durante la descomposición, en la que fragmentos de identidad se esparcen indefinidamente. Con el fuego la existencia se purifica, bien lo han dicho los sabios bíblicos y quienes quemaron mártires. Lo han dicho, pero sin conocer el verdadero significado de lo que estaban diciendo.
El fuego, entonces, purifica de todo mal. El alma que se consume en el fuego renace ajena a todo sufrimiento, porque la esencia de todo mal es justamente el sufrimiento.
La historia de Bernardina se desarrolló con normalidad por ese camino. Si bien mientras la quemaban no era consciente de nada de lo que le pasaba, de alguna manera sentía cómo se iba despojando de todo lo que le sobraba. Bernardina no creía en una existencia después de la muerte, y si bien no podría decirse que lo estaba sabiendo, sí es cierto que algo en ella intuía que todo iba a estar bien por toda la eternidad.
Con profundo respeto, los hijos de Bernardina llevaron la urna con las cenizas al mausoleo de la familia. Ella era la primera en ser incinerada, por lo que el resto de los antepasados todavía reposaba en sendos ataúdes. Con el tiempo, y respetando el sentido común que dice que hay que reducir costos, los familiares fueron cremando, uno por uno, los restos de cada uno de ellos.
Cuando la generación siguiente se hizo cargo de la administración del mausoleo, las cosas cambiaron bastante. No sólo el mundo había avanzado hacia el estado de respeto nulo por los muertos, sino que además ninguno de los que quedaba sentía el menor atisbo de apego a la memoria de Bernardina, ni a la de ninguno de los otros. Mantener semejante edificio sólo para resguardar unos cuantos puñados de cenizas les pareció molesto al principio, y directamente absurdo después. Pensando en usar el dinero para comprar un nuevo televisor, los jóvenes descendientes de Bernardina se deshicieron de todas las cenizas de la forma más sencilla posible: la dejaron volar con el viento.
Durante todo el tiempo en que estuvo en la urna, Bernardina despertó por las noches, como todo muerto, pero en lugar de vagar sin sentido por el cementerio, cosa que no habría podido hacer de todos modos, permaneció recogida sobre sí misma, sintiendo un profundo apego hacia el universo y ajena a todo pensamiento doloroso. El estado de Bernardina era el más cercano que se podría haber imaginado al descripto en el Paraíso de los cristianos: ella seguía siendo ella misma, pero no sufría de ninguna manera, gracias al poder purificador de las llamas.
Podría haber seguido así por toda la eternidad, y sin embargo la osadía de los parientes la llevó un escalón más arriba. Al dispersarse, la unión de Bernardina, y de cada uno de los demás, con el universo se amplió más allá de lo que el apego a la identidad se hubiera atrevido a tolerar: si antes sentía una comunión intensa con todo lo que existe, ahora ella era ese universo. Sin sospecharlo, los imberbes impertinentes habían acercado a Bernardina al ideal de la existencia tanto como es posible para un ser humano: sin siquiera haberlo intentado, quizás incluso sin saber lo que la palabra significaba, Bernardina casi había alcanzado el Nirvana.
Claro que sólo durante las noches, cuando despertaba… durante el día, permanecía tan muerta como cualquiera. El ideal y la ley van siempre de la mano, mal que nos pudiere pesar la aparente incongruencia…

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