domingo, 26 de julio de 2009

Las Leyes del Cementerio

INTRODUCCIÓN CASI CIERTA

Debo la conclusión de este Tratado a la insistencia de mi amigo Fede (Q.E.P.D.) quien gustó de las primeras historias y me incentivó (no monetariamente) a continuarlas bajo el mismo concepto. También debo reconocer que gran parte de la inspiración me la dieron mis frecuentes visitas a cementerios de todos los lugares que conocí en todas las partes del mundo a las que pude ir, y a quienes me acompañaron en ellas: Ger (Q. E.P.D.), Rhonda (R.I.P. porque era “americana”), Tin CST (Q. E. P. D.), Fabi (Q.E.P.D.), Fede (ya dije que Q.E.P.D.) y mi madre (Q.E.P.D.).
Y a todos los demás (Q.E.P.D.), gracias por su apoyo permanente, hasta la muerte.

Marcelo Feijóo (Q.E.P.D.), desde algún cementerio, Agosto de 2007


INTRODUCCIÓN CIERTA

No, en serio: cuando me muera quiero que me quemen (igual que a Zorrito, a ver si lo terminan queriendo igual que yo) y el olvido eterno.
PRÓLOGO
LA PRIMERA ESPECIE (a la sombra de Lovecraft)
Todos los cementerios están donde están por alguna razón. No son triviales la elección del terreno, la amplitud y ni siquiera la duración del lugar en ese sitio. Ciertos motivos que tienen que ver con el espacio y el tiempo (y con aquello otro que ni siquiera sabemos nombrar), gran parte de ellos incomprensibles para el ser humano, siembran la amarga semilla de cada metrópolis de la muerte. Cabe aclarar que los difuntos van a parar al cementerio más cercano por mero accidente, o mejor, por la conveniencia de sus familiares vivos, para los cuales es más cómodo, por ejemplo, llevar una cala a Vicente López que a Balikpapan (Borneo); sin embargo, esto no interesa en el esquema general: un muerto es un muerto, aquí tanto como en Estonia, y sólo es importante el hecho de que en un cementerio haya muertos. Quiénes son… ¿a quién le importa? Hay pocos casos en los cuales se puede discernir un motivo comprensible (aunque en el mismo caso haya otros cien motivos que se nos escapan) por el que un camposanto está en determinado lugar. Un ejemplo cercano es el del cementerio de La Chacarita, Buenos Aires. En el principio de los tiempos, cuando apenas estaba naciendo nuestro Sol, una raza alienígena dominaba el Universo. Como todas las razas ancestrales, estos monstruos eran extraordinariamente grandes, muchos de ellos del tamaño de una ciudad moderna. Sus cuerpos estaban, de acuerdo al juicio humano, horriblemente deformados, y la fetidez espantosa que despedían había llenado por completo todos los intersticios del espacio. Incluso los dioses se asqueaban al verlos, y ninguno de ellos asumía la responsabilidad de haber creado semejantes atrocidades. Cada criatura era diferente de las demás: algunas tenían la piel verdosa y atiborrada de gusanos pudriéndose; otras eran blandas y estaban llenas de líquidos viscosos, que fluían a través de sus cientos de orificios. Las más perversas tenían ojos ardientes y millones de tentáculos, y sus gritos podían oírse en todos los planos. Los seres monstruosos vivían en grupos, y dado que aún no se había creado la tierra firme, se amontonaban en masas pegajosas cerca de las estrellas jóvenes. Estos aglomerados llegaban a medir miles de kilómetros de diámetro, y en cada uno de ellos vivían millones de criaturas de diferentes tamaños y poderes. El amontonamiento no era caprichoso: como todas las leyes naturales, tenía un fin bien determinado. Al haber caído en la desgracia de ser la primera creación viviente en el universo, los monstruos no tenían más alimento que ellos mismos, es decir que además de todas sus otras horrorosas costumbres, eran caníbales. El hecho de mantenerse unidos les permitía alimentarse… los unos a los otros. Los más débiles siempre intentaban huir, pero la cantidad de monstruos en cada cúmulo era tan grande, que cualquier intento de escape era rebatido por la imberbe ley de gravedad. Así fue como la raza madre sobrevivió durante algunos miles de millones de años, devorándose a sí misma. Lentamente, sin que las todavía bastante tontas bestias se dieran cuenta, los excrementos (producto de la poco católica digestión de estos bichos) fueron acumulándose a su alrededor, cual placenta que encierra a su feto. Seguían devorándose sin prestar atención a la prisión sólida que cada vez dificultaba más sus movimientos. Sin contradecir siquiera a las menos arriesgadas previsiones, los sobrevivientes de la Primer Especie terminaron enterrados en sus propias heces, y cuando les fue imposible moverse más, dejaron de alimentarse. Y, en contra de cualquier previsión, ninguno de ellos murió. ¡Vaya imbéciles! ¡No se daban cuenta de que la gula los obligaba a comer, pero que ésta no era una necesidad esencial de su raza! ¡Ay, hasta dónde pueden conducirnos los vanos placeres!Las estrellas de la galaxia crecieron, y el caudal de calor secó la humedad de los excrementos, convirtiéndolos de a poco en tierra inodora. Los siglos permitieron que las sustancias disueltas en el orín sedimentaran y formaran el lecho marino; sólo la sal no pudo separarse del agua, y así fue que se formaron los océanos. El resto ya lo conocemos. Las terribles monstruosidades todavía están encerradas en la tierra y en las profundidades del mar. Algunas están más cerca de la superficie que otras, y son las más peligrosas. La bestia Nanuk yace a veinte metros debajo del cementerio de La Chacarita. Su espíritu habló con el de los primeros habitantes de la ciudad, para que fundaran sobre su cuerpo yaciente el conocido camposanto. Nanuk es un enorme arácnido negro, de patas blandas y caparazón cartilaginoso. En la superficie de ese caparazón hay cien ojos siempre abiertos, y debajo de la cubierta inferior hay cien bocas chorreantes. Muchos ríos subterráneos no son más que su saliva que fluye a la deriva. Nanuk, como todos los demás de su raza, tiene una estrategia: cada vez que se entierra un muerto, se remueve el terreno y éste queda menos firme. Con las miles de tumbas que ya se han construido, y con las otras miles que aún no existen, la tierra quedará tan floja que, un día, el monstruo podrá contra ella y subirá hasta la intemperie. Ese día fatal será el último, porque Nanuk tiene poderes espantosos. Su primer acto consistirá en devorar a todos los cadáveres que le permitieron resurgir. Después de eso, el aliento de sus cien bocas será tan fétido que con una sola exhalación podrá ahogar ciudades enteras. Sus gritos abrumadores harán estallar millones de cerebros, y sus patas pegajosas atraparán a los que pretendan alejarse. Nanuk no terminará con el mundo él solo; a su paso, los demás monstruos enterrados seguirán el mismo plan, y todos se unirán a la gran masacre. Los terremotos producidos por sus pasos gigantescos liberarán incluso a los que yacen bajo el lecho marino, y cuando la Gran Yessi emerja victoriosa desde el fondo de la Bahía de Samborombón, el Hombre sabrá que no quedan esperanzas, pues Ella es la más grande de todos los Seres. Mientras pasan los años y se acerca Ese Día, Nanuk saborea los licores podridos que drenan desde los muertos enterrados sobre él, un refrigerio macabro que anticipa la gran comilona del Apocalipsis.

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