martes, 28 de julio de 2009

EL LIBRO DE LOS MUERTOS

Muchos dicen que el Libro de los Muertos, que existe desde siempre, puede ser hallado en el Primer Cementerio, enterrado junto al Primer Muerto. Otros dicen otras cosas, y la mayoría se equivoca. En efecto, el Primer Muerto fue quien tuvo el Libro en primer lugar, pero otras cosas pasaron después de eso.
En el Libro está el destino de cada muerto sobre la tierra, por los siglos de los siglos.
Por mucho tiempo nadie recordó dónde estaba el Primer Cementerio, por lo que el Primer Muerto, que estaba enterrado solo en ese lugar, apenas temía que el Libro le pudiera ser arrebatado. Grave sería que esto ocurriese, pensaba sin embargo, ya que sólo el Portador del Libro tiene garantizada la muerte eterna. Todos los demás, a la larga, se desintegran, pero el Portador mantendrá su identidad mientras posea el Libro de los Muertos.
Por las noches el Primer Muerto se sentaba sobre la tierra, cerca del lugar por donde aparecía y que solía ser su tumba: ya no quedaban indicios de la precaria lápida que la coronaba y nadie habría podido saber que allí estaba él enterrado. Cada noche leía una historia, nunca la misma, y jamás la propia. No se había atrevido a hacerlo, quizás porque le horrorizaba saber a ciencia cierta cómo terminaría. Si mi existencia fuera eterna, razonaba, este Libro sería infinito, y no lo es. Sabía que algún final le aguardaba, pero prefería no conocerlo. Conocer su destino hubiera implicado sufrirlo de antemano, y la larga experiencia del Primer Muerto le alcanzaba para saber que el sufrimiento debe evitarse a toda costa.
Los milenios pasaron, y llegó el día en que la humanidad descubrió la manera de encontrar la tumba del Primer Muerto, mediante artilugios mágico-tecnológicos que no vale la pena describir. Lo cierto es que un ser humano en particular, llamado Lisandro, arrebató una mañana el Libro de los Muertos al Primer Portador. Éste lo supo esa misma noche, cuando despertó, y con eso supo también su destino, ese que nunca había querido leer.
Lisandro, cuya profanación es abominable porque un vivo no debería poner sus manos sobre el Libro de los Muertos, guardó con celo su descubrimiento y no lo compartió con ninguno de sus conocidos. Creía saber lo que el Libro contenía, pero se equivocaba: suponía erróneamente que sus innumerables páginas describían la verdad sobre el Más Allá. Cuando comenzó a leerlo sufrió una gran decepción: sólo había relatos sobre vidas después de la muerte de diferentes personas, pero nada sobre el Paraíso eterno o los rigores del Infierno. Si bien la confirmación de la continuidad de la existencia representaba un cierto alivio, no era nada comparado con lo que había esperado encontrar después de semejante odisea –porque el camino hacia el Primer Cementerio había sido tortuoso-.
Superada la desilusión de ese día, Lisandro se dio cuenta de que en verdad el Libro de los Muertos era extremadamente valioso. En primer lugar buscó la historia de su abuelo, recientemente fallecido, y supo que cada noche salía de su tumba para cortejar a una anciana de un mausoleo de alcurnia. Luego la de sus padres, y conoció lleno de angustia el día en que comenzarían su existencia en el otro mundo y qué horrible destino les esperaba.
Aborreciendo el momento en que había decidido ir a buscar el maldito Libro, pero temeroso de que alguien más pudiera descubrirlo, decidió ocultarlo de la mejor manera que pudo: en la caja fuerte de un banco privado.
A partir de entonces, y a diferencia del Primer Muerto, que había elegido sabia y serenamente la ignorancia, la idea de que la fecha de su muerte, y peor aún, los avatares de su existencia post-mortem hasta el final de los finales, estuvieran desde siempre escritos, lo atormentó cada día con mayor intensidad. La vida, a la larga, se le hizo insoportable y, presa de una desesperación que le arrebató toda sensatez, decidió quemar el Libro de los Muertos. Cualquiera hubiera sabido que lo que está Escrito no puede borrarse, ni siquiera por medio del fuego.
Una noche agobiante, solo en el patio trasero de su casa, Lisandro roció el Libro con querosene y lanzó el fósforo fatal. El Libro no ardió, pero sí Lisandro, y desde adentro. Ardió con un fuego impuro: lo que se prendió en su interior fue el pasto seco de la profanación, y las cenizas que quedaron ensuciaron la tierra. Allí no creció nada nunca más.
El Libro, eventualmente, llegó a manos de alguien más sabio, que lo llevó consigo hasta la tumba. Así el Orden de las Cosas quedó restablecido, y todo lo que el Libro predecía se hizo realidad.
Vale la pena recordarlo, para la vida: lo que está Escrito no puede borrarse.

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